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Mali
La palabra dolor existió después del dolor. La sensación es anterior a la imagen de su representación.
Cuando no sabíamos nombrarlo, dolor era simplemente algo que descomponía, que debilitaba al cuerpo. Les pasa a los perros, que se van a hurtadillas hacia el jardín a comer hierba, se arrellanan (solos) en su esquina soleada; vomitan el pasto y espuma, ¡y ya estuvo! Regresan vacíos y renovados a casa, junto a su amo. Y eso que sentían tenía un nombre que nunca supieron nombrar. Porque los perros no hablan. Solo sienten. Son solo una pequeña y peluda máquina de amor que no se pregunta si —o cómo— pasa el tiempo; solo viven el presente, por lo tanto, habitan en la verdadera eternidad.
Si hablamos de palabras, lo mismo pasaba con la palabra fuego o aire.
Con la palabra mujer, hombre.
Y con la palabra amor.
Y la palabra miedo…
Cuando tuve edad de reconocer a la gente, supe que tenía bisabuela, aunque no comprendía muy bien qué quería decir “ser bisabuela”. Solo que era la mamá de mi abuela, esa otra mujer que decía ser, a su vez, madre de mi papá.
La traté durante varios años, a mi bisabuela. Recuerdo su cara, su manera sobria de vestir y de moverse. Hay sabores de su cocina que me evocan esos tiempos(sobre todo, las bolas de masa con epazote). Era una anciana que no infundía temor como otras viejitas que miraba en la calle. Esas mujeres que el tiempo había encogido, dueñas de una cabeza llena de pelos casi muertos, sin brillo ya, con bocas terroríficas y desdentadas.
No. La bisabuela se me antojaba bastante vital para sus ochenta y tantos, y así sucesivamente hasta sus noventa y seis, que fue la edad en la que murió. Le decían Mali, aunque no se llamaba así. La palabra Élfega (la que nombraba su nombre), existió antes que la señora Mali. Pero la que yo conocí no fue a la primera, sino a la segunda. Élfega fue la hija de Adela (otra mujer vivió cien años) y la esposa de Miguel: el hombre con el que tuvo doce hijos. Élfega, según cuentan, fue bastante sabia en los asuntos conyugales… a pesar de haber estado unida a un macho mexicano posrevolucionario, hizo del silencio un arma potente, porque sabía que el ego endeble suele gritar para hacerse notar, mientras la inteligencia calla. A esa acción, las generaciones posteriores la llamaban terrible sumisión, sin embargo, ella siempre se salió con la suya desde una posición estratégica, operando las dinámicas familiares colocada desde un punto ciego en el que la intransigencia no podía alcanzarla.
Desde la cocina y su sala de estar emprendió una campaña discreta y silente. Alegre y asumida. Así, cuando el señor llegaba un poco ebrio, no reaccionaba con virulencia y encono, pues el sentido común le dictaba que tirarle la botella a un borracho o custodiarle la bragueta a un mujeriego eran dos movimientos que surten efecto contrario; entonces Élfega respondía al ataque contra su dignidad con un guante blanco fino e infalible: curando la cruda del señor con platillos picantes y cerveza, y retirando con lejía cualquier sospecha de los cuellos.
Para sus hijas y nietas, que Élfega no fuera reactiva ante ese tipo de trastadas, era considerado una alta forma de beatitud; pensaban que la mujer sufría y se atribulaba en las noches de espera ofrendando su sufrimiento al santísimo y aceptando la cruz que le tocó cargar, cuando en realidad lo que estaba pergeñando era una ruta avanzada de posicionamiento. Si en realidad hubiera sido una mártir, habría perdido algún diente o en algún momento se habría visto internada como consecuencia de un mal del alma somatizado por el cuerpo, pero los años (96) pasaron y nada de eso sucedió, sino todo lo contrario, coordinó a los elementos de su tropa de tal forma que cada uno desempeñara una función que la empoderara. Era, al parecer, una reina de la manipulación, pero no de una manipulación maledicente, más bien tenía un mapa mental desplegado para colocar a su gente en la posición que la blindara.
No era de esas mujeres que se quitara el bocado para dárselo a sus hijitos lindos (y robustos) o que sentara al último a la mesa en espera de que todos terminaran y hasta repitieran. Elfega era madre, no servidumbre. Y poco a poco construyó su corte.
Hasta el tiempo en el que yo la conocí, se sentaba a comer lentamente, siendo el centro de atracción de la plática; masticando son sorna y placer el guiso hasta que sus dientes pulverizaran por completo la carne y pudiera pasar a la siguiente estación del aparato digestivo, para así evitar que el cuerpo sobre trabajara. Ella quería vivir muchos años, para igualar los tantos, para morir siendo un tótem, una deidad idolatrada por los que en algún momento dudaron de su agencia.
Sabía, no por la tele ni por los libros (no era afecta a ninguno de los dos) que la mejor manera de ganar una batalla era disciplinándose. Así, enterró al marido que cuidó fervorosamente (pero estratégicamente), y al momento de liberarse, recogió el fruto de su “sacrificio”: se convirtió en la directora de una familia gigante que no daba un paso sin consultarle ni rendirle pleitesía.
La leyenda cuenta que Élfega veía por los ojos de su marido y tiraba pétalos por donde él pasara, pero la lectura romantizada de esas actitudes no deja ver el fondo de la magistral lección de política que ejecutó al compás de las agujas y el cucharón.
Cerca del fuego se inventó un mundo posible que llegaría a conquistar en el momento que el macho que la eclipsaba estuviera tres metros bajo tierra.
Finalmente, se sabe bien, que el verdadero poder no se demuestra a gritos ni mostrando el músculo tiránico; el poder que persiste y sobrevive opera siempre desde las sombras. Sin reflectores ni testigos.
Miguel era un hombre de su tiempo: el que supone que es patriarca, pero que en el fondo buscaba siempre la aprobación de su mujer. El dolor en Élfega fue siempre una palabra sin mucha resonancia; era tan vanidosa y segura de sí, que no se permitía el rapto de esa sensación salvo cuando se le murió algún hijo o su madre. Lo que armó esta señora desde su cocina fue una estructura para acusar agencia. Ya con hijos y nietos, y sin la figura aplastante del marido, la palabra (y el nombre) Élfega murieron, y la que habitaba en esa casa era la dulce Mali, la viejita que todos querían visitar y llevarse a sus casas.
Yo no conocí a Élfega, sin embargo, creo haber captado más que nadie su modus operandi, y con los años y los tropiezos, fui adaptando su experiencia a la mía. Yo solo conocí a Mali, es decir, a la redimida, la que ganó por default el partido.
Había dos cosas que me causaban mucha curiosidad sobre ella: una era ver que tenía todos sus dientes intactos. Ninguna corona o pieza postiza. La otra cosa que no entendía muy bien, que me parecía algo fantástico, era haber oído la historia de que un día había enterrado su matriz debajo de un rosal. Como niña no tenía muy claro lo que era una matriz o cómo se podía sacar del cuerpo sin matar a la persona, y que luego el carnicero que la tomaba te la dieran envuelta en una tela o un papel de estraza como las cabezas de chivo que compraban mis tíos para desayunar los domingos. Cabeza de chivo en barbacoa al vapor, con los huesos aún duros y carne suave saliéndose de las cavidades de ese extraño huevo agujereado que horrorizaba a mis amigas de la primaria… porque en sus casas no se desayunaba cabezas, ni mucho menos se ponían al centro de la mesa en espera a que los trogloditas salvajes y los crudos lujuriosos del sábado las atacaran. Que les sacaran los sesos para esparcirlos por la tortilla; que se abalanzaran sobre los cuencos para ganar los ojos, o por lo menos uno de ellos.
Para mí era algo normal el rito de comer cabeza, me encantaba el sabor de su carne deshilachada, pero, sobre todo, me hice afecta y diestra a asaltar la lengua. El tamaño de ese órgano daba para tres tacos, lo justo para llenar el estómago de una niña de 10 años. Una niña que no sabía para qué servía una matriz, ni mucho menos cuál era el propósito de enterrarla bajo un rosal, pero cuándo lo supo, siguió sin comprenderlo bien.
Porque las matrices hacen hijos (o tumores, decían las tías), y los rosales, flores. Flores y espinas.