De todos los quehaceres que se llevan a cabo en la casa, prefiero lavar los trastes. No sé bien a qué se deba, pero se me hace más placentero que jalar con la escoba el polvo que siempre acaba por regresar (al instante). Soy la criada de mi casa. También soy la dueña y la inquilina. Pero la hora de lavar los trastes es especial por una razón: el agua que cae en mis manos me calma, surte un efecto terapéutico que no se da si trapeo o sacudo los muebles. Me gusta ver cómo el vidrio se aclara, cómo la cerámica recupera su blancura. Y mientras lavo los trates escapo del mundo. No veo, no oigo, no huelo, no siento. Lavar lo trastes es como meterte una buena dosis de Lyrica, esa pastilla para epilépticos que te inhibe las emociones. Sólo que, al contrario de la Lyrica, lavar los trastes no te deja esa resaca terrible por días. Lavar los trastes me desconecta de mí misma por completo. Jamás atiendo una llamada o un mensaje si estoy en mi romance con el lavabo. Me clavo viendo la caída del agua. Pienso que no hay nada más frustrante que no tener presión en el grifo. Es como querer inflar una llanta a soplidos. No. Para gozar la lavada de trastes es importantísima la potencia del agua. Que cuando caiga sobre la olla o el sartén, el chorro se parta en dos y haga muchas burbujas. Pasar la fibra por el ojal de las tazas requiere cierta maña.
¿Cuántas pobres tazas de han quedado sordas, sin orejas, porque el idiota que está lavando obliga a una fibra con esponja a entrar por el agujero? Después de pasar casi toda mi vida en la posición cómoda de “señora de la casa”, hoy que soy la sirvienta de mi casa he desvelado el secreto de por qué todas las muchachas que me ayudaban en las labores domésticas no se enfermaban nunca.
Virginia, doña Rosy, Paula, ángela… a ellas las contemplé siempre con arrobo. Recuerdo que cuando llegaban a la casa, venían un poco malhumoradas o quejándose de los chamacos o los maridos raboverdes, sin embargo, conforme iban pasando los minutos y las horas, el humor les cambiaba dramáticamente. Era como si cayeran en una especie de encantamiento. Todas ellas fueron parte toral de mi educación sentimental. Mientras fregaban pisos o lavaban trastes o planchaban ropa, ahí andaba yo como zombi tras ellas contándoles mis penas. Fumando como pendeja siempre, y ellas, en chinga, al estar barriendo o pasando el trapo por la sala, medio me escuchaban y sólo decían: “Ay, Ale, qué te puedo decir, a mí ni tiempo me da de llorar, mucho menos de enfermarme, y si me enfermo, ni me entero”. Y yo sentía un como un yunque golpeándome en el cráneo por ser una maldita ociosa e hipocondríaca.
Paula estuvo en casa de mis padres casi diez años. Era un cascabel. Apenas aparecía, la casa se llenaba de ruido. Ella, entre todas, era la más vigorosa. Afanaba con fruición y le gustaba poner música. Con el tiempo me fui enterando que su vida, la vida fuera mi casa, era una verdadera tragedia. El marido le ponía los cuernos con su hermana, se la madreaba y los hijos eran todos haraganes y drogones. Además, recorría a diario casi hora y media en camiones para poder llegar al trabajo. Una vez cruzando mi puerta, Paula sufría una metamorfosis. Sudaba como atleta al lavar las ventanas. Tenía unos brazos impresionantemente fuertes y las piernas más torneadas que he visto nunca. Cuando llegaba a faltar, inventaba excusas completamente descabelladas, como que una grieta se había abierto dentro de su recámara y prefería quedarse a vigilar, no fuera a ser que un nuevo volcán naciera y la dejara en la calle. Sí… hasta ahora entiendo todo: la vitalidad y el optimismo de las muchachas está estrechamente ligado a la capacidad de desconcertarse del mundo cada vez que se lava un plato o se friega un excusado.
Tallando, fregando y sacudiendo uno se vuelve humilde y se olvida por un momento del terrible súper yo, que cuando todo queda limpio reaparece para jodernos la existencia.