Comprar un perro en este siglo es una acción condenable. Da hasta pena insinuar en voz alta que quieres comprar un perro. Antes, comprar un perro era lo más natural, es más, la gente que tenía perras preñadas te decía: ahora que tenga sus cachorros, te vendo uno. Y tú contestabas: ¡va! O simplemente te negabas y no había problema, pues finalmente siempre había un comprador que tarde o temprano se llevaría a los cachorros.
¿Por qué ahora se ha convertido en un acto moralmente condenable comprar un perro? Porque vivimos rodeados de buenas consciencias y protectores de los animales.
Algo es cierto: adoptar perros es un gesto generoso y hasta higiénico. Por ejemplo, en países de primer mundo no existen los así llamados solvinos, es decir, los perros callejeros. Si vas por las calles de Montreal o de alguna ciudad sueca y ves a perros híbridos (esos ejemplares amarillentos o moteados o cruzas de razas distintas), los ves con sus dueños atados a bonitas correas.
En México, sobre todo en la Ciudad de México, ya es muy común que la gente se emplee de cuidaperritos. Hace una semana estuve por Polanco y vi a más de tres jóvenes paseando a perros ajenos. Perros con o sin pedigrí, pero bien peinados, bien vestidos y bien comidos. Los paseaperritos llevan siempre más de un perro. Es curioso ver cómo una chica menudita de escaso metro y medio de estatura es arrastrada por cuatro canes, dos en una mano y dos en otra. Cuando observas este simpático espectáculo te preguntas, ¿quién pasea a quién? Pero volvamos al tema. El problema de comprar un perro.
Hace un par de años, cuando mi perra tuvo cachorros, osé poner un anuncio en Facebook: “se vende westie”. Entonces me cayó el tribunal que custodia la moral canina. Me tildaron de consumista, de usurera, de mala ama. En pocas palabras, de inconsciente y desalmada. La paliza virtual llegó a tal grado que me vi en la necesidad de bloquear a tan justos personajes.
Hoy sucedió algo similar: estaba en un café y escuché a un corro de mujeres que tomaban té chai. Una dijo que estaba pensando en comprar un pequinés. Las otras tres se miraron ruborizadas e intentaron convencerla que mejor debería adoptar. Luego, la primera les dijo que ella quería un pequinés y no un perro eléctrico. Quería un pequinés con todas las fuerzas de este mundo porque desde niña había soñado con tener uno y sus padres no pudieron comprárselo. Las otras arpías se sintieron ofendidas e insistían en los beneficios de adoptar. Así transcurrieron cinco o 10 minutos, en lo que terminé de preparar mi café, y el tribunal solovinesco siguió acosando a la futura compradora del pequinés quien, debo decirlo, se veía más incómoda que un abstemio en el anexo del AA. Fin de la anécdota. ¿Qué nos ha llevado a tal grado de intolerancia? ¿Qué tiene de malo comprar un perro si quieres comprar un perro? ¿Adoptar un perro callejero te hace el paladín de las causas nobles? ¿Te quita lo pendejo, lo necio, lo feo?
La respuesta es no. Definitivamente no.
Y si quiero vender los cachorros de mi perro, ¿eso me hace un sátrapa, un malasangre, un Neandertal? Definitivamente no. Ni tampoco es clasismo, ¡por Dios! (porque ese fue uno de los argumentos que le dio señora flowerpower #1 a la incauta que quería comprar un pequinés: que era clasista por preferir un perro fino a un perro homeless).
Este tipo de actitudes se las debemos también (en gran medida) a la invasión de los hipsters. Gracias a estos mindundis, el peltre, los barberos, los frutos rojos, el mezcal, el pulque, los tuétanos, las bolsas del mandado, las bicicletas de lechero y las camisas de franela se han puesto de moda y han adquirido una plusvalía insólita y obscena.
Aun así, con lo repulsivos y falsos que son estos sujetos, tiene derecho a coexistir en la sociedad.
Entonces seamos parejos y dejen de actuar como Torquemadas con eso de que uno es un ojete si compra o vende un perro.