Hace tres años conocí a don José Abed. Nos presentó Carlos Meza Viveros en medio de un desayuno en el hotel boutique Azcami, en donde a menudo Carlos y él se reunían para tratar los asuntos que el abogado tramitaba en defensa de sus intereses como empresario.
Don José entró a la sala del lugar en donde había un piano, cuadros y una pequeña barra. Se detuvo frente a nosotros, yo me levanté, y con una sonrisa francamente encantadora, me extendió la mano y nos invitó a desayunar. Recuerdo que me llamó “señorita Alejandra”. Y yo le sonreí de vuelta, pensando que una señorita es aquello que quiere ver el caballero que le ofrenda su respeto.
Se puede conocer a un hombre como él por la prensa, por sus logros públicos, por los dichos de los demás.
Yo tenía ya un contexto sobre aquel señor de ojos cristalinos que estaba a punto de disfrutar unos exquisitos huevos a la cazuela con jocoque y zatar: había escuchado de él desde hacía muchos años. Un hombre de aviones, de equipos de fútbol, uno de los miembros más importantes de la FIA. Y a partir de ese encuentro empecé a reconocerlo en muchísimos lados más: en edificios, en vagones volantes, en relojes, en los rostros de sus hijos y en la alegría con la que hablaban de él sus amigos y primos (Julián Abed, uno de ellos).
Un hombre es también la versión que da de sí mismo cuando comparte la mesa contigo…
Comimos escuchando a Carlos. Don José, debo decirlo, es una de las pocas personas con las que he convivido cercana al abogado, que le ponía una atención genuina sin perder el hilo y que pontificaba y ponderaba cada una de sus palabras. Quienes conozcan a Carlos Meza podrán dar fe que es una labor complicada, casi vicaria, seguirle el paso porque la velocidad de su cabeza compite con la de su boca; y puede ser tan elocuente como confuso… finalmente, los abogados echan mano de su capacidad de hacer dudar al otro hasta de su sombra.
La mirada de don José denotaba inteligencia y sagacidad.
Podía adivinar o traducir a su interlocutor con tan sólo retroceder un poco sobre su silla, cruzar los brazos y aguzar sus sentidos. Y de pronto, sonreía con una mueca indescifrable: mitad caladora, mitad consecuente.
Un hombre es también la suma de sus propios misterios…
Cuando ese primer encuentro terminó, don José me sorprendió al interesarse en lo que yo hacía, es decir, mi trabajo como escritora y editora de revistas.
Yo, que aunque lo duden, no sé hablar muy bien de mí misma, me aboqué en darle una brevísima semblanza. ¿Cómo para qué decir más, si los temas que rodeaban a don José eran absolutamente opuestos a los míos? Y él mismo lo recalcó: “yo no sé nada de libros, tengo muy poco tiempo para leer, pero me interesa mucho ayudarle a publicar uno al hijo de un entrañable amigo”.
No la vi venir, y justo ese día, antes de despedirnos en medio de un café turco extraordinario, don José me puso en contacto con Daniel Obando, el escritor ecuatoriano al que quería impulsar.
Sin saberlo, don José acabó ayudándome a mí también al descubrirme una nueva faceta: la de editora, ya no de revistas, sino de libros.
Un hombre es también la huella que deja en los demás, consciente e inconscientemente.
Los encuentros posteriores con él luego de la publicación del libro fueron pocos. Las llamadas telefónicas, siempre puntuales y con gran respeto, me dejaron contenta.
En alguna ocasión me pidió llamarle “Al Ingeniero” para poder incluir los libros de mi incipiente editorial en sus tiendas (Sanborns). Y para mí fue alucinante y por demás significativo que tuviera la confianza de darme el número privado del que fue por muchos años el hombre más rico del mundo.
Pero don José, como el propio ingeniero Slim, son esa clase de hombres que no se ven a sí mismos como la gente que los vemos en las revistas: como los inalcanzables.
Porque queda claro que un hombre es también lo que recuerda de él mismo desde que era niño.
Los relatos de don José Abed sobre el reloj que está puesto en el centro de Líbano no eran para hacer aspavientos sobre su mucha o poca fortuna. Cuando compartía ese tipo de datos y anécdotas lo hacía ahíto de orgullo y añoranza de su padre, don Miguel.
Porque un hombre, un gran hombre, es también la memoria de los que lo precedieron.
Hoy por la mañana, Carlos me comunicó que don José ya no estaba más entre nosotros.
Y sentí nostalgia por todo lo que pude conocer de él mediante los ojos de Carlos, pero sobre todo, lo que pude descifrar en esa mirada noble que vio tanto y tantos mundos.
Descanse en paz, Don José Abed.