Estamos de acuerdo que la serie The Crown satisfizo bien el morbo que de pronto sentimos todos los mortales por saber qué hay con la realeza. Y la serie ayuda mucho a que, si teníamos reticencia por la reina Isabel, nos reconcilió con ella.
En lo particular, esas vidas de cuento me llaman la atención una vez cada nunca: cuando viajo y en el aeropuerto llego a comprar ¡Hola!, esa revista que logró hacer de Vargas Llosa una víctima de la frivolidad y de los antojos de su esposa filipina. Fuera de esos acercamientos repentinos, la Casa Windsor me ha interesado sobre todo cuando surgen escándalos jugosos.
Recuerdo cuando murió Diana de Gales.
Y lo recuerdo bien porque era cumpleaños de mi mamá, quien para ese tiempo usaba el mismo look de la princesa de corazones y hasta se le parecía.
Se parecía en el cabello rubio a la altura de oreja, pero sobre todo en esa mirada ultramar de hartazgo conyugal. Y no es que queme acá a mi familia, si no que existen muchísimos ejemplares de señora que va por la vida con la mirada puesta en el vacío a causa de sus respectivas circunstancias maritales.
Entre barbacoa y caldo de chivo con garbanzos, nos enteramos de que Lady Di había muerto en un accidente de carro en el puente de Alma, en París. Una muerte aparatosa, al lado de su nuevo amor, el millonario Dodi Al-Fayed. “Por lo menos Diana había ya salido del círculo vicioso de estar inmiscuida con una familia que nunca la quiso. Se divorció y le dio un poco de vuelo a la hilacha”, decían mi madre y sus comadres a la hora de irnos del puesto de barbacoa, mirando a sus maridos crudos y panzones con ojos triunfales de venganza ajena. Yo tenía catorce años. Todavía no se podía googlear ni ver en tiempo real mediante redes todo el alboroto que causó su muerte. Vimos, eso sí, las transmisiones de los programas especiales por televisión. Contaban desde distintas ópticas lo maravillosa que fue Diana: la ponían como una rupturista del sistema monárquico, la que besaba a los pacientes con Sida y caminaba entre minas. La que años atrás salió con un vestido negro escotado, y medias y tacones pumps causando revuelo. Era ya una mujer liberada, decían. Y feliz, afirmaban. O quizás estaba en vías de serlo…
Un ícono de la moda. La amigui de rockstars, diseñadores y políticos.
La que se echó un bailón con Travolta.
Pero también la pobre muchacha que vomitaba codornices y langostas y su frustración cada vez que Carlos, su marido ojete, desparecía para ver a Camilla Parker. La bruja mala del cuento. La enemiga número uno de todos aquellos que amaban a Didi aunque no tuvieran nada qué ver con ella.
Millones de personas odiaban a Parker Bowles por ser una destruye hogares, sin reparar un poco en algo: ella estuvo antes, estuvo siempre y estaría hasta hoy. Claro que la muerte de Diana agudizó la idolatría que sus fans le profesaban. Las mujeres desdeñadas por sus hombres se sentían cercana a su historia, aunque en nada fuera parecidas. El mal de muchas… consuelo de quien no ve venir el tsunami cuando el mar se retira.
Diana sabía a dónde se metía, pero era joven y el sueño de la princesa es algo difícil de resistir. Además, que no podía rechazar la oferta. Así es el poder y la realeza: compra mediante ilusiones rosas hasta la dignidad más gris.
Todos conocemos el desarrollo del cuento. El final fue inesperado por la muerte de la protagonista, sin embargo, aquí y en China, en los barrios pobres y en los Hamptons, el hombre que ama a una mujer que no es su esposa, tratará por todos lo medios de no perder esa relación que lo mantiene vivo.
La casa real acabó alcahueteándolo porque simplemente no iban a poder contra las bondades del clandestinaje y una historia que quedó inconclusa por la unión con la señorita Spencer.
Diana pudo voltear a otro lado y asumir, como muchas mujeres de la realeza y de las favelas brasileñas, que así es la vida cuando amarras a un hombre que no te tenía contemplada, y continuar en la mascarada.
Lo malo de ser parte de la élite es tener el foco siempre encima, y ella no quiso entrar al juego porque ¿estaba perdidamente enamorada de Carlos?
Como mujer de turbulencias puedo decir una cosa con absoluto conocimiento de causa: a veces no es que una esté perdidamente enamorada de un sujeto, sino de la historia que nos hemos inventado alrededor de él.
¿Cuánto duró el desgarramiento real de Diana?
Hasta que tuvo su primer amante (el doctor, el guarura… whatever).
Después, la lucha se convirtió en un tema de defenderse contra la humillación. Es ese sentimiento de agravio al ego lo que persiste ante la tragedia del desamor. Diana de Gales no fue una víctima de su marido ni de la amante del marido, sino del sistema.
Los años pasaron, la gente jamás olvidará a Diana y le seguirán rindiendo pleitesía por atreverse a desafiar a la corona.
La muerte le dio el grandísimo regalo de volverla mártir. Su mito trascenderá forever.
Ahora bien, la llegada al trono de Carlos III nos obliga a hacer un zoom in a quien, calladita y siempre prudente, obtuvo lo que quiso a pesar del desprecio generalizado.
Camilla Parker forma parte del repertorio de grandes antihéroes de la historia universal, y por lo tanto un personaje exquisito.
Llevará la corona que otrora estuvo destinada a la cándida Diana y su suegra desalmada.
Pero más que formar parte de esa puesta en escena rancia de la monarquía, Camilla Parker es la prueba viviente de que el corazón de los hombres es menos corrompible que el de las mujeres.
Aunque parezcan oscos y fríos.
Aunque la familia lo amague con chantajes colosales.
Cuando un sujeto admira a su amante, no hay poder que le controle la bragueta ni le nuble la materia gris.
¡Larga vida a las Camillas del mundo!