Para muchos, las vacaciones son un periodo maravilloso en el que dedican su tiempo a deschongarse y a hacer todo aquello que los compromisos de la vida laboral no les permite hacer. En mi caso, creo tener la fortuna de vivir en una vacación permanente puesto que hago lo que me da la gana y lo que me apasiona. Entonces esa pausa en la vida de los demás me para los pelos de punta porque el tiempo se expande y se contrae de una manera engañosa. El ritmo es más más lento, la familia insiste en reunirse cuando en realidad se abominan, llegan raptos de arrepentimiento, gratitud y falsa redención. Se profesan promesas incumplibles que se romperán a la brevedad, etcétera.
Es el cuento de siempre, de cada año, y trato de observarlo desde la barrera, estando simplemente con las personas que me llenan y me divierten. Este año fue el mejor de los fines de año posibles: con mi amado Carlos, él y yo solos, cenando a la hora que nos dio hambre y yendo a la cama sin tener que esperar a que las visitas engorrosas se marcharan dando tumbos.
Pero no quiero hablar de las ceremonias cursilonas de cada fin de año ni del advenimiento de un niño que se volvió profeta que a mí en lo particular nunca me ha generado más que recelo, no. Lo que descubrí en estas semanas es que ese impase de tiempo en el que los excesos parecen manda, deja al descubierto lo que hemos enterrado o pasamos por alto durante el año, so pretexto de no tener horas para atenderlo, y una de esas cosas es obviamente algo que tiene que ver con la salud. En mi caso, estas fechas terminaron por desvelar y reafirmar que mis malos hábitos se hacen patentes en la boca.
Ya en repetidas ocasiones he dicho que visitar un consultorio dental es lo más parecido a subir a un patíbulo o asistir a una tortura medieval en la que un señor de manos hábiles y pulcras penetra en la parte más sucia de nuestra humanidad. Estoy segura de que la boca es más infecta que el celular de un broken de Wall Street o que el recto de un chichifo. Así lo afirman los expertos y así lo creo yo también. La boca, además de ser uno de los catalizadores más eficaces para cometer imprudencias y conducir a quien lo la cierra a tiempo a la desgracia, es una especie de testigo infalible de las barbaridades que cometemos en la vida: en la boca se descifran verdades inconfesables por todas las combinaciones nauseabundas y explosivas que tiene que procesar.
Desde que nacemos, el reconocimiento del mundo se da mediante ese orificio, así, los bebés se llevan a él todo lo que cae en sus torpes manitas: desde su propio pie, el babero lleno de vomitilla rancia, controles remotos, pelos de su madre, orejas de perro, etcétera.
Y ya de grande ni decir de lo que uno hace con su boca, en específico con sus dientes: esas armas blancas capaces de resolvernos y salvarnos la vida en un mundo plastificado en el que todo viene envuelto y en el que casi nadie jala tijeras en su bolsillo.
Esto, además de padecer los embates de líquidos corrosivos, azucares, humos varios y cualquier cantidad de bacterias que, al quedarse en esa noble cavidad, permiten ser filtradas para evitar que enfermemos gravemente.
Esta es mi primera colaboración del año en el periódico que usted tiene en su pantalla, porque no se imprime y por lo tanto no puede llevarse una de sus orillas a la boca para usarla de palillo…
¿Por qué, si hay tantos temas coyunturales de los cuales discurrir en una columna, me pongo a hablar de la boca, sus usos y sus desgracias?
Les cuento.
Desde hace muchos años tengo una obsesión con el tema de las dentaduras frágiles de los escritores. Hay muchos pasajes delirantes de autores que se quejan de tener dientes débiles y maltrechos, de haberse quedado chimuelos prematuramente o de haber pasado temporadas infernales de esterilidad creativa a causa de un padecimiento odontológico. Uno de mis autores favoritos, el británico Martin Amis, dedica varias páginas de su libro Memoria a hablar de su trauma dental, del calvario y la zozobra que es transitar por la vida con una dentadura que, por más que se procure, enferma.
El cigarro, gran aliado de muchos artistas y atormentados, no ayuda en nada a que esas piezas marfilinas lleguen intactas al final de nuestros días; sin embargo, si usted le pregunta a un fumador empedernido si prefiere dejar de fumar o perder sus piezas originales, le dirá sin duda que le arranquen todos los dientes y le pongan unos nuevos argumentando que, de prohibirles el vicio, son capaces de salir a matar a una vecina despistada en medio de una crisis de abstinencia y ansiedad. Bueno, pues en esa categoría estoy yo. Fumadora (no orgullosa) desde los 14 años; tiemblo de miedo cuando el dentista me dice que, tras el tratamiento, debo dejar unos días el cigarro en aras de que el boquete cicatrice bien.
En todas las temporadas que he padecido con los dientes, nunca he hecho caso a tal recomendación y es quizás por eso que justo este fin de año me vi obligada a ir a un consultorio dental.
Estaba con mi novio en Cancún, comiendo opíparamente sin recelo, cuando una de esas noches, tras el rito del desmaquillante y la higiene bucal, me percaté que mis dos dientes conejos, es decir, los incisivos de arriba, se movían. ¡Horror!
Corrí a la cama para que Carlos diera fe de mi hallazgo, sin embargo, él dijo que no, que no sentía dicho movimiento, pero ¿quién va a saber más del asunto más que el que lo siente?
Regresando a Puebla tuve que esperar una semana a que los médicos regresaran de sus respectivas vacaciones para comprobar que, en efecto, algo anda muy mal. Mi dentista de confianza me remitió a un colega suyo experto en encías, y es que mi problema no es necesariamente de caries o de sarro o de esas bagatelas en las piezas: lo mío es algo que, aunque común, suena espantoso: palabras más, palabras menos, la radiografía indicó que me estoy quedando sin hueso y que eso está provocando que la encía se suba y también pierda su volumen y fuerza.
Sé que no es nada gravísimo, sin embargo, para alguien como yo, que todo lo trasporta al mundo de la imaginación y mistifica con los hechos, perder hueso me suena a una forma poética y muy macabra de ir afantasmándome. El inicio de la decadencia: disminuirse, ir desapareciendo poco a poco.
Siempre he dicho que uno de mis mejores atributos, lo que me ha puesto en los lugares que quiero, es precisamente el tamaño de mis dientes frontales. Nunca he desdeñado mis dientes como sí lo he hecho con otras partes de mi cuerpo que me generan inseguridad, luego entonces, el riesgo de perder ese patrimonio intangible me coloca en una crisis sin precedentes.
Escribo desde el fatalismo, evidentemente, ya que un par de días la cosa se habrá solucionado al entrar a una operación en la que se me injertará hueso nuevo. Ahora lo que me atribula es algo estrictamente ontológico: ¿de quién será el hueso que habrá de suplir al mío?
Ojalá sea de un perro.