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jueves, noviembre 21, 2024

Hoy cumplo 42 años. Fue el peor de los años, el mejor…

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Me levanto de la cama después de una siesta reparadora y de haber visto dos documentales.  

Soy una entusiasta de las pantallas y las siestas desde hace mucho, pero el pasado 20 de enero esa afición creció… no premeditadamente: me operaron de un cáncer y luego tuve el tratamiento que ya todo el mundo conoce.  

Pasaron nueve meses desde el diagnóstico y cinco desde que concluí con éxito el trance de la radiación y el platino.  

Soy una mujer diferente desde el 25 de abril, cuando mis doctores me soltaron de nuevo a la vida; ahora con algunas variantes (uno nunca sale impune por completo).  

Hoy, por ejemplo, conozco la importancia de las hormonas.  

Cuando uno es sano y bello nunca repara en que ellas, las hormonas, son la fuente de la juventud y, por lo tanto, de la felicidad.  

¿Es eso cierto? 

Sí, si lo que anhelas en la vida es no toparte con la estructura del dolor; si te quitas los años, si te aferras a lo liso, a lo inmaculado…  

Yo ya he decidido que no: que aún sin estrógenos y siendo asaltada cada dos horas por un fogonazo interior llamado bochorno, voy a experimentarlo sin resistencia como una grandísima señal de que sigo viva.  

Hoy cumplo 42 años.  

He leído un poco a San Agustín y subrayé esta frase: la felicidad consiste en seguir deseando lo que ya se tiene.  

Antes de enero, fantaseaba con la idea de que la felicidad pudiera ser una constante, un mar tranquilo y dorado con su sol penetrándolo en el horizonte.  

Ya no aspiro a esa idea romántica de felicidad.  

Mi cuerpo ha resistido un ataque nuclear, tengo una rajada en la panza poco estética como aquellas que le hacen a las señoras que paren a destajo en clínicas públicas en donde los médicos deben apurarse para dar servicio a los demás… mis rodillas tardan en arrancar, como una carcacha Ford 1937.  

Esto sería traumático en otro momento, pero no ahora.  

Si el bendito cáncer no me hubiera revolcado, estaría ocultado la cicatriz en un traje de baño entero, y hubiera abandonado el tacón para evitar la fatiga de las articulaciones dañadas por las quimios.  

Pero San Agustín me dio la clave: seguir deseando lo que se tiene.  

Y tengo un cuerpo espléndido, no por su forma exterior, sino por su estructura.  

Hoy cumplo 42 años.  

Tomé el sol, saqué a pasear a mi perro y vi dos documentales: El de Sergio Méndes y el de Anthony Bourdain.  

Al primero siempre lo he amado.  

Del segundo tenía mis dudas por ser el ídolo de hípsters, chavorrucos y esnobs.  

Sergio Méndes acaba de morir hace unos días. Hacía lo que más me gusta que haga la gente: música.  

No es mi brasileño favorito, pero es al único que he visto en concierto. Lo recuerdo muy bien en el festival de Jazz de Playa del Carmen, junto a Herbie Hancock y Chick Corea.  

Sergio Méndes nos movió como las olas que rugían de costado al escenario. Ya había repuntado entre los jóvenes nuevamente gracias a si colaboración con Black Eyed Peas. Mais que nada duró 20 minutos, o más bien lleva sonando un poco más de 50 años.   

El documental de Méndes me confirmó lo que sospechaba de él: fue un tipo feliz, pleno, creativo y moderno hasta sus 83 años.  

En cambio, el documental de Bourdain me reveló algo que ignoraba porque siempre fue un personaje lejano… El chef galán y sobre expuesto en televisión que con el pretexto de la comida abría conversaciones políticas y sociológicas en escenarios bellísimos o marginales, fue un gran insatisfecho que decidió colgarse cuando ya no pudo más.  

En su documental hubo dos momentos que me conmovieron: la aparición de Iggy Pop en la playa y la música de Ryuichi Sakamoto en algún momento del viaje.  

La parte en donde aparece Iggy es cuando el viajero se acerca al umbral… Bourdain le pregunta algo así como ¿en dónde  había encontrado el sentido a las cosas después de haber pasado por todo? (Iggy tuvo una vida agitada desde chavo). Pop le dice: “Me da pena aceptarlo (porque supuestamente es un chico malo), pero en ser amado y apreciar a las personas que me están dando ese regalo”.  

Iggy, recordemos, ha vivido con una cojera permanente, sobrevivió a Bowie, al Berlín de los 80 y a la heroína.  

Bourdain nació y se desarrolló en el privilegio, con el pasaporte vitalicio de la belleza y la salud. Sobrevivió a la heroína, pero no a la insaciabilidad.  

En el fragmento donde suena “Merry Christmas Mr. Lawrence”, dejé de pensar en Bourdain para recordar CODA, el documental que narra los días en los que Sakamoto recae en su cáncer mientras trabajaba intensamente la banda sonora de El Renacido, de González Iñarritu y grababa en Islandia los sonidos interiores de la tierra. 

Vi CODA justo unos días antes de empezar usar mi respectivo pasaporte del cáncer. Cuando eso pasó, y durante el tratamiento, escuchaba el piano de Sakamoto y sus discos progresivos.  

Sin que en esos días reparara en la historia de Bourdain, me preguntaba: ¿a cuantos años de vida renuncian los suicidas?  

Estoy segura de que Sakamoto y Méndes (y mi hermano Fernando) hubieran dado todo por cobrar el saldo a favor… que dejó en este caso el Chef Bourdain.  

Hoy cumplo 42 años  

y contando.  

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