Bush padre y Boris Yeltsin firman el acuerdo de desarme nuclear. Se estrena el álbum debut de Radio Head, titulado Pablo Honey, mientras los mexicanos y los pochos entronizan a Selena Quintanilla y los Arellano Félix rafaguean en el aeropuerto de Guadalajara el Grand Marquis en el que viaja el Cardenal Posadas Ocampo; dicen que lo confundieron con El Chapo y por eso, por un error, se enturbió aún más el ambiente de las guerras entre cárteles en la frontera.
Al mismo tiempo, ese año, un cáncer de próstata y millones de cigarros Wiston rojos se cargaban hacia el más allá a uno de los mejores músicos que ha visto este planeta, Frank Zappa, a quien la historia que a continuación les contaré, le hubiera maravillado y seguramente se hubiera burlado mediante su música.
Ya sabemos cómo es el gringo promedio, ese que puso a Schwarzenegger como gobernador de California o a Tom Cruise como líder espiritual de los cienciólogos. El gringo hotdoquero y adicto a las donas. El que retrata bien Raymond Carver en sus cuentos o Tom Waits en sus rolas trasnochadas. El gringo que es capaz de tragarse su dignidad con medio litro de malteada con tal de aparecer en el primetime de Fox News, para así vivir sus 15 de fama. Cueste lo que cueste. Y no contento con ser el epicentro del escarnio y la burla mundial, vende su historia a algún pasquín, manda a hacer camisetas en honor a su desgracia, etcétera.
Ese ejemplar de gringo subnormal se llamaba (o se llama, aún vive) John Wayne Bobbit.
Es casi una regla general que el peso del nombre que te dan tus padres, sea infame o no, te perseguirá como una sombra, como un lastre…
Ponerle el nombre de un actor western de Hollywood a tu vástago es una mentada de madre; es como los señores que acá en México bautizan a sus hijos como Mario Alamada o Masiosare, ¿correcto?
Este John Wayne también pasaría a la inmortalidad, pero por un asunto decadente y amarillista. Literalmente, lo peor que le puede suceder a un hombre: su esposa lo castró.
Una madrugada de junio del 93, Lorena lo asaltó con unas tijeras de uñas con las que abrió sutilmente un hueco en su pantalón para luego proceder a cortarle el pito con un cuchillo, que si bien no alcanzaba el nivel del cebollero, sí servía para tasajear cecina o hacer sashimis.
Le cortó el pene y el tipo jadeaba de dolor, un dolor indescriptible, luego ella, en el post-trauma, salió en su carro para deshacerse del arma que acabó tirando en un basurero frente aún Seven Eleven. El 911 recibió la llamada de auxilio por parte del emasculado John Wayne, y aquí comienza una trama que va de lo sublime a lo ridículo.
Todo esto se puede ver en el documental LORENA (Amazon Prime), en donde aparecen los personajes reales narrando su propia experiencia. Vemos a un John Wayne Bobbit ya ruco, medio gordo y patético, sentado en un reposet, contando entre risas, asombro, terror, pero, sobre todo, una estupidez flagrante, la aventura de su miembro acaecido en una noche de verano.
Me llama la atención el inicio del documental: cómo los testigos (sheriff, policías, enfermeros, vecinos) no pueden contener la risa cuando hacen mención del acto en sí; y es que quién no teme que le extirpen el aparato, y qué mujer no ha fantaseado y amenazado a su pareja (infiel) con cortárselo si lo descubre en una trastada.
Es un drama doméstico que adquirió tintes políticos y que se volvió un parteaguas en temas de legislación para salvaguardar la integridad de las mujeres, pues, conforme pasan lo capítulos, nos vamos dando cuenta que John Wayne era una bestia misógina; un golpeador, abusivo y ruin que recibió su merecido, no de la mejor manera. La forma más visible y sádica y justa ante este tipo de violencia la cual todavía sobrevive gracias a la impunidad.
El punto más risible, surrealista y tragi-cómico de esta historia es cuando el susodicho recupera su miembro y va con Howard Stern, ese gran burlón de la radio gringa, y se hace ultra famoso en una especie de teletón (penetón) televisivo en el que los alienados donaban dinero mientras un pito monumental en forma de péndulo anunciaba la proximidad de la meta: unos cuantos millones de dólares.
El cierre del programa se coronó con la llegada del mega- pene a la meta y entre luces y bailarinas y risas grabadas, del brillante glande mecánico brotaba a forma de eyaculación una porción generosa de confeti, glitter y serpentina.
¡Viva el Tío Sam!
Huelga decir que, durante el juicio de Lorena, John Wayne pasó de ser un don nadie sin pito a una estrella porno. Los gringos, y tú mismo como espectador de este teatro, sólo tienes en mente una cosa: “ok, se lo pegaron, pero, ¿le funcionará?”.
A todo este desfiguro se le añade un factor: no contento con perder y recuperar el pene, nuestro macho cabrío se sometió a una operación de alargamiento y engrose del citado miembro. ¿Resultado? Los tabloides aseguraban que la cosa salió mal y le quedó monstruoso e inoperante.
En el planeta que vivimos es muy recurrente que la realidad supere a la ficción, y este es un botón de muestra; sin embargo, lo trascendente de toda esta chorada es descubrir el trasfondo de una agresión de tal naturaleza.
Lorena Bobbit, una mujer guapa, joven y tranquila, se enamoró de un orangután que la humillaba y la violaba, pero como la agresión se daba dentro del matrimonio, sucede que, como siempre, las leyes no se ejecutan con la misma severidad.
Esto propició que los grupos feministas radicales la pusieran en un altar.
¡Por fin alguien había hecho realidad el sueño de muchas mujeres violentadas que son ignoradas por el Estado!
Lorena se convirtió en heroína.
La duda que se impone acá es: ¿qué valiente se postró ante su belleza a sabiendas que la señora era una especie de Kali justiciera, que, en vez de cortar cabezas, rebanaba miembros?