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sábado, noviembre 23, 2024

El sueño es un escudo

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Conozco a mucha gente que padece depresión. 

También a mucha gente triste. 

La que padece depresión, si bien le va, ya asumió que la tiene y comprende que es una enfermedad, es decir, debe y puede ser tratada. No es pasajera ni se cura sólo con voluntad y gente diciéndoles que todo va a mejorar. Los tristes sí logran salir de esa manera; la tristeza puede ser hasta un estado de gracia si se sabe sobrellevar y hasta capitalizar. La depresión es más compleja: involucra demasiados jugos en la cabeza que se desnivelan o se desbordan o se secan, por eso la depresión pasó de ser un padecimiento burgués a un trastorno inscrito en las enciclopedias médicas. El deprimido sí necesita medicamentos, el triste, a veces sólo necesita rumiar sus desencantos, tocar el fondo, embriagarse y reciclar su vida. 

Pero hay otras nuevas formas de dolor del alma que sólo le dan a un sector: el llamado Síndrome de la resignación, que apareció a principios de este milenio en una parte específica del mundo; una muy fría, pero paradójicamente muy estructurada y segura: en Suecia. 

De repente, algunos hijos de migrantes refugiados en ese país, comenzaron a tener un comportamiento atípico debido al estrés que sufrían al ver a sus familias en peligro inminente de ser deportados a sus lugares (hostiles) de origen, y de la nada, el trastorno que aún no tenía nombre, los hacía dejar de comer, luego de bebe, luego se quedaban callados días enteros, así, hasta que un buen (mal) día no despertaban de un sueño inofensivo. 

Todos estos niños refugiados en Suecia aparecieron de pronto tirados en sus camas; pero no era un coma, sino simplemente un bloqueo total de la actividad consciente. Acostados, recibían durante meses o años a médicos que enseñaban a sus padres a tratar con ellos: a moverlos para que no se llagaran, a cambiarles el pañal, a meterles sondas en la nariz para alimentarlos. Niños con algo parecido a lo que alguna vez, en el romanticismo, se conoció como tiricia, que no era más una clase de spleen, una negativa a la vida, sin perderla. 

Este parecimiento no es mortal, pero tampoco se sabe cuánto tiempo dura. 

Los niños se guarecen en un mundo onírico, agazapados, sin darse cuenta que han estado ahí, como bultos, sin moverse, creciendo desde el más misterioso de los silencios. 

Luego, cuando la condición de vida y el ambiente de hostilidad mejora, van recuperando sus capacidades: empiezan por deglutir algunos alimentos sólidos, después les quitan las sondas, retoman poco a poco el movimiento de sus miembros y vuelven al mundo real, al mundo que los hostiliza, y retoman la vida justo en el momento en el que algo falló en su interior y los retiró de circulación. 

Es impresionante darse cuenta cómo una criatura puede retraerse de esta manera, pues es un tema de infancia, lo que lo hace aún más trágico y poético a la vez. 

Hibernar y desconectar el cerebro durante años para protegerse de la miseria que los rodea. 

El sueño ideal de un deprimido al que los días le pesan como un lastre. 

El boleto dorado para que el tiempo del triste se expanda y se contraiga como una gota de mercurio. 

Hay un breve documental en Netflix sobre este trastorno. 

Se llama, en español, La vida me supera. 

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