El problema que encuentro en la mayoría de las cosas que la gente desea o idolatra, es precisamente cómo se da esa relación mal sana entre el fanático y el objeto de sus desvelos.
Lo vemos a diario, con las súper estrellas del escenario o del deporte: puede ser que en verdad sean lo más cercano a una deidad, pero los hinchas y sus actitudes frívolas y los elogios gratuitos convierten a la estrella en un ser que se ve vulnerado, ya que, al ganar ese lugar de inalcanzables, cualquier descalabro que los haga parecer humanos, los degenera de inmediato.
Sucede lo mismo con las cosas y los bienes materiales: los símbolos de estatus pierden rápidamente su encanto cuando se masifican y dan poder a cualquier cretino que los pueda adquirir.
Los políticos y los líderes morales son otro ejemplo de cómo se puede pervertir una figura, no tanto por sus propias acciones, sino por la veneración enfermiza de sus seguidores.
El ejemplo más próximo y contundente es AMLO: sus defectos no serían tan notorios si no fuera por la defensa nauseabunda que hacen de él (sin pedírselos) sus fans. Uno puede llegar a aborrecer a cualquier personaje si sólo escucha el coro orgiástico de sus simpatizantes… aunque en este caso el chirrido de los odiadores surte un efecto de equilibrio: no se puede ser tan malo como dice la versión hater, pero tampoco tan inmaculado y sacralizado como se escucha en las bambalinas del gran espectáculo.
Es por este tipo de reacciones delirantes que me he negado tajantemente a ver la película de Barbie, aunque, a decir verdad, ya he leído varias opiniones serias de críticos respetables que palomean la historia y las actuaciones.
Los últimos años de mi vida los he dedicado a ver las películas que no vi en 40 años de abulia mental que padecía para entregarme al séptimo arte, y puedo decir que gracias a esas jornadas palomeras, hoy puedo entablar una conversación nutrida sobre las grandes obras cinematográficas.
El problema con las películas que se vuelven virales hasta provocar arcadas es que la avalancha de publicidad (en este caso teñida de rosa) inhibe mi apetito.
Es como cuando a un varón se le presenta un mujerón que tiene todo en su lugar: bellísma, impecable, higiénica, buenísima y aparte abierta a cumplir todos sus caprichos: tanta perfección provoca, naturalmente, algo de desconfianza. Películas como Barbie levantan sospechas.
Y más si fuiste, como yo, una niña que prefería los charpes, los charcos, las espadas y los tractores, antes que una muñeca a la que era imposible doblarle las coyunturas…