Todos vivimos rodeados de personas que nos quieren, pero también de gente que nos desprecia, sin embargo, el desprecio es una de las múltiples formas que adopta la admiración.
Después de la madre: criatura que más nos procura y nos pone atención desde que nacemos seamos unos cretinos o no, el enemigo suele ser el segundo personaje que nos conoce más en la vida. Y ojo: al contrario de la madre, el enemigo lo hace voluntariamente, mientras que la madre a veces tiene la obligación moral de hacerlo.
Si tienes enemigos, es que algo estás haciendo bien, por lo tanto, hay que saber reconocer aquello que les motiva a odiarte para explotarlo.
La amistad es un bien que se fractura y se transforma, es una materia casi siempre volátil e inconstante, pero la enemistad, si se cultiva oxigenando el asombro oculto del otro, permanece y crece. Es un árbol que da frutos agrios para el que lo siembra.
Los enemigos son maestros fieles y puntuales.
Siempre están ahí para recordarnos lo importantes que somos.
Debemos confiar en su percepción porque ellos, en su afán de descalabrarnos, nos brindan la mejor de las enseñanzas: siempre se puede caer un poco más bajo.
El enemigo, con su odio, se convierte en nuestro esclavo.
Es fácil jugar con su mente, pues nos pertenece.
El enemigo, al contrario del amigo, es atento: nuestros son sus pasiones y fervores.
El amor acaba, mientras que el rencor es una sustancia que persiste por goteo. No se extingue nunca.
Es un voto que se renueva día a día.
Ten por seguro que el enemigo pensará en ti hasta en el último soplo de vida. Puede que seas su último pensamiento.
Sabiendo esto, queridos amigos, no se preocupen por esas pequeñas dosis de veneno. Recuerden las palabras de Zaratustra: cuándo se ha visto que una serpiente mate con su ponzoña a un dragón.
Así que siéntanse honrados de despertar tan bajas pasiones y disfruten el espectáculo del patetismo desde sus modestos palcos.