Hace cinco años escribí un libro de relatos que titulé Bernhard se muere.
¿Quién fue ese caballero y por qué se moría?
La respuesta está en el primer relato, y poco importa acá.
El libro corrió con una fortuna maravillosa, no porque muchos lo leyeran (a mi papá y a dos o tres amigos les gusta bastante) sino porque me lo publicó una editorial bellísima en Valencia y fue la puerta de entrada a una amistad hermosa con don Miguel Sáenz.
¿Cómo llegó el manuscrito hasta allá? La historia es larga, alucinante para una poblana ladina sin títulos ni credenciales académicas.
El caso es que el libro está ahí, rolando por algunos estantes; yendo a ferias de libro en compañía de otros títulos de Pre-Textos.
Es una pieza muy bella en su edición: papel de buen calibre, forros ocres y pasta roja. La imagen de la portada es un Thomas Berhnard desdibujándose, es decir, las líneas del lápiz que lo conforman de pronto chocan entre sí y se expanden hasta deformar la faz. Es un retrato inspirado en una de las fotos del autor austriaco, el eterno enfermo del pulmón, el mal comprendido y muy imitado TB.
Me perdí… no sé bien por qué empecé este texto hablando del libro; quizás porque es una de esas cosas de las cuales me he sentido profundamente orgullosa, aunque ese orgullo lo he llevado en secreto.
A pesar de lo que se pueda pensar de alguien como yo (una mujer en cuyas redes sociales luce siempre irreverente y desparpajada, hasta narcisista) la realidad es que no soy mucho de cacarear los huevos, ni los blancos cotidianos ni los de oro.
El libro recopila siete historias de siete hombres. Todos grandes solitarios. Todos conocidos por mí.
En cada uno de estos cuentos, los hombres hablan de sí mismos o son descritos por un narrador onmisciente que, suponemos, los ha seguido a todas partes. Un ser que mira desde arriba día y noche, o al menos eso pareciera, ya que sabe todo de ellos, hasta lo que pasa por sus mentes atribuladas a la hora de apagar la luz de la bombilla y las luces nocturnas del alma.
Cuando terminé de escribir me di cuenta que las mujeres aparecían muy, pero muy en el fondo. Apenas un par de ellas dicen dos o tres cosas: pasan un recado telefónico o son murmullos en la conversación interna de los personajes principales.
De hecho, el texto que abre el libro, una especie de introducción o “indicación” como bien podría haberla llamado Bernhard, fue también un elogio o agradecimiento a los varones que inspiraron los cuentos. Titulé la indicación como Todo lo bueno que sé lo aprendí de los hombres… Y eso que para esas fechas todavía no concía a mi amado Carlos, de quien podría ecribir un mamotreto más extenso que los de Balzac; de ese hombre he aprendido muchísimas cosas, es mi personaje favorito…
Toda mi vida he estado rodeada de amigos (varones), porque soy ese tipo de mujer que no empata muy bien con las otras mujeres, o al menos hasta ese momento (2018) así había sido. Tenía amigas contadas con una mano, mi madre, mi hija y párale de contar.
Hay quien dice que soy un señor con tacones y labial. Tengo actitudes muy pandeadas a lo masculino y la razón no ha sido otra más que un mecanismo de defensa.
Nací en una generación bisagra, que aún no acababa de valorar al sexo femenino más allá de ser la máquina de hacer vida mediante una matriz y gestionar el hogar.
Creo que las cosas han cambiado. O igual, yo lo he hecho.
Hoy más que nunca siento una gratitud inmensa por ser mujer, pese a todos los peligros que esto acarrea: menosprecios laborales, acosos callejeros, ataques tuiteros desde el anonimato, enfermedades que sólo germinan en las condiciones vitales de un cuerpo tan misterioso y complejo…
Honro el hecho de haber nacido mujer a pesar de las adversidades que he tenido que sortear y sigo sortenado; volteo la vista atrás y no cambiaría por nada esa potencia que sólo puede emanar de un cuerpo redondeado y lúbrico, de un corazón tan rojo.
He sido amada intensamente por mi hombre gracias a esa potencia.
He dado vida a la mas bella de las mujeres.
He dado sombra también.
Hace cinco años, no, corrijo, hace apenas unos meses, no pensaba así. Tenía cierto enojo con la feminidad.
Amaba mis formas físicas, hacía gala de lo que sé que traigo puesto, pero de una forma desfiante; utilizando la imagen como arma, como daga.
Nací con una buena cabeza, creo, sin embargo, he utilizado mucho más el hemisferio que abraza lo masculino.
Así escribí el libro que comentaba al inicio. Pude recrear las vidas de esos hombres sin que el pulso me temblara. Pude hablar por ellos, como ellos, a pesar de no portar la misma cantidad de testosterona.
Fue un gran experimento.
Llevo años siendo una imitadora de voces varoniles. Todo lo que he escrito ha sido para tratar de responderme preguntas básicas y avanzadas sobre la relación de las mujeres con sus respectivos hombres; sus némesis.
Leo a más escritores que a escritoras.
Escucho más música de músicos que de músicas.
Los cuadros que más me atraen fueron pintados por señores de panza y bigotes.
Lo único que hecho al cien por ciento como mujer, es amar, y eso me ha impedido poder escribirlo. No hay distancia prudente en algo que está ocurriendo todo el tiempo.
No escribo “como mujer” porque se me va la vida en serlo.
Pero no es un caso particular el mío. Creo que a todas nos pasa en diferentes estadios y expresiones.
Mientras escribo esto, miro el único ejemplar de mi libro que tengo en casa.
Ya es tiempo de la revancha: un coral de voces femeninas disfrutando de la confusión de haber nacido en y para el peligro; el peligro que desgraciadamente viene fundido con la belleza, con la extraña función de ser creadoras y destructoras de mundos.