Cuando una mujer se va a casar, en las famosas despedidas de soltera las amigas más cercanas suelen regalarle todo tipo de chucherías para ponerle picante a la relación sexual.
Te regalan baby dolls, botines, medias, calzones con agujero, ligueros… hasta dildos eléctricos.
No sé si sea una regla general, pero en mis investigaciones he sacado como conclusión que el uso de la lencería de fantasía tiene un plazo muy corto de caducidad y no es porque la mujer sea quien abandone la coquetería voluntariamente, sino porque al varón, que pasará a ser el esposo, deja de parecerle gracioso que su esposa se comporte como mujerzuela.
La fantasía de representar un papel ajeno existe en más parejas de la que lo confiesan. Hay una costumbre poco confesa que se tiene en la intimidad: la del zapping, es decir, de crearse mentalmente escenas en donde se cambia de pareja… como cambiar un canal en la tele.
En estos eventos es cuando la ropa sexy y los zapatos de teibolera surten un efecto mucho más contundente…
¿Pero qué orilla a las parejas “bienhabidas” a abandonar estas prácticas lúdicas y refrescantes?
La respuesta más atinada que he encontrado es la siguiente:
Para el momento en el que la amante o la novia pasa a ocupa el lugar de “señora de la casa” y de “madre de familia”, el hombre inconscientemente se crea una imagen divina de su mujer. Sacraliza sus funciones domésticas a tal grado que le es difícil profanar a ese ente sagrado. Ya ni pensar tampoco que la envista de sorpresa en la mesa de la cocina…
El patriarcado se impone hasta en la cama, dando como consecuencia relaciones mecanizadas en donde el cuerpo de una esposa no debe consentir mayores ultrajes que el necesario para procrear y para que el macho descargue sus saldos de testosterona, lo que convierte al acto amoroso en un trámite.
Es cuando la feminidad se ve inhibida. Las mujeres que en el pasado solían ser verdaderas vampiresas, se transfiguran en beatas anticlimáticas.
Los neglillés, los collares de sumisión, los aceites térmicos y los lubricantes de sabores se ven desplazados por nuevas prendas y accesorios que podrían congelar al mismísimo desierto del Sahara.
He oído cientos de casos en los que, por un acto de supervivencia conyugal, los bonitos minivestidos que se regalan en las despedidas de soltera van a dar al bazar más cercano para ser rematados. Una quema de brujas posmoderna.
En vez de eso, del toque de coquetería y seducción necesarios para incendiar la pradera, entran a escena las terroríficas playeras Rinbros con huellas de chile guajillo que las señoras heredan de sus propios cónyuges.
A esto (y no al disfraz y al jugueteo) es lo que yo llamo una verdadera perversión.