Cuando se pinta un cuadro e intentamos dar volumen a la manzana, o a un perol metálico o a una luna, es necesario aplicar sobre la superficie plana del objeto una luz intensa preparada con blanco de titanio y un toque de azul Prusia. Pero junto, inevitablemente, debe ir una sombra que viaje del asfalto al marrón, hasta llegar al negro marfil.
En una obra musical sucede un fenómeno similar. En el Rex Tremendae Majestatis de Mozart, la fuerza coral de los tenores, las sopranos, los contraltos y los mezzo no sería tan contundente sin la sutileza de las cuerdas que acompañan a los primeros acordes.
Igual sucede en la danza. Los movimientos de la bailarina de clásico ganan profundidad y fuerza cuando en una secuencia se transita del delicado Plié al Grand Jetté.
El tango de Astor Piazzolla es la confirmación de que las nupcias de luz y la sombra son el complemento ideal para dar un contexto dramático. El Adiós Nonino es un cuadro sonoro en el que el bandoneón llora luego de reír a carcajadas, y en el que el violín pasa de lo festivo a lo fúnebre; finalmente, un réquiem debe ser, pese a las circunstancias en las que es concebido, una pieza que homenajea el paso de la vida hacia la muerte, y esto inevitablemente debe evocar tanto el sufrimiento como la dicha del difunto.
No hay blanco sin negro.
El blanco es luz. El negro, la ausencia de luz. Los colores, su descomposición.
Azul y naranja son opuestos.
El hielo es frío, y es azul. El fuego es caliente y contiene altas dosis de bermellón, amarillo y anaranjado.
El azul (el frío), conserva las cosas: los cadáveres se mantienen intactos en el hielo.
El naranja (lo caliente) los descompone. Es un color impuro. Dicen que el infierno, más que rojo, habrá de ser anaranjado.
Y ya ni hablemos del café…
Cuando en una paleta de pintura se mezclan gotas de cada color, el resultado es una plasta marrón.
El café es el color más sucio.
La mierda, por más saludable que sea, siempre es café.
No hay una cosa más fascinante que los contrastes. La top model Heidi Klum (que es bellísima) se veía aún más bella cuando caminaba al lado de su marido, el músico británico Seal: un hombre oscuro con enormes cicatrices en el rostro.
Asimismo, un poema de Benedetti es algo rosa. En cambio, un manchón café en la paleta del artista sucede cuando se lee verso demoledor de la depresiva Pizarnick.
Hay quienes le ponen sidral al whisky o Coca Cola al coñac o toronja al tequila, y esto no es precisamente contrastar un sabor, sino pervertirlo. Volver a hacer un marrón con colores primarios.
Estas reflexiones sobrevinieron después de una sesión en la que me puse a escuchar rock mexicano de la década de los 60 hasta la fecha, haciendo una comparación inevitable con temas de bandas inglesas y estadunidenses. Esto pasó mientras pintaba manchas ocres con acuarelas.
Puse todo mi empeño y una alta dosis de tolerancia ponderando los contextos tanto económicos, sociales, históricos y tecnológicos de cada bando, pero por más que recibía de la patria el grito, no conseguí excusar la mediocridad que circunda al medio.
Estoy de acuerdo que la formación y el equipamiento de grupos como Yes y King Crimson distan mucho de la del TRI y los Caifanes (estos últimos por más que se empeñaron nunca pudieron emular del todo a The Cure).
El buenpedismo de Rockdrigo es plausible, es neto, es cotorrón. Sin duda, uno de los autores con los que me quedo entre la pléyade de imitadores de bandas extranjeras.
Pero volviendo al pretexto del apoyo técnico, ¿por qué no hubo un Dylan mexicano si sólo se necesitaba una guitarra y una armónica? La respuesta está en lo que la gente lee, supongo.
Otro páramo desolador es el de los troveros: Oceransky y Delgadillo no proponen nada nuevo. Sus letras son remedos de malos poemas, lo cual denota una ausencia de lecturas. Ojo: las canciones de amor no tienen que evocar siempre a unos labios o a un bello empeine de pie. Y para ser activistas ilustrados se necesita un toque de virtuosísimo en la musicalización para no sonar como un huelguista con altavoz.
Hubo un tiempo en el que en Puebla se pusieron de moda los bares donde se tocaba trova, y no había un solo cantante que no quisiera imitar la voz pitosa de Silvio o el trémulo canto entrecortado de Pablo Milanés. Recuerdo que las canciones más solicitadas por el público eran, por supuesto, las que estaban estructuradas por acordes simples. Nunca escuché a ningún joven tocar el cover de alguna de las canciones más elaboradas de Silvio, las de su etapa progresiva. Y de Milanés, ni hablar: en el top cinco de las rolas de amor para los bohemios poblanos sólo entraban Para vivir y Yolanda.
Un ejemplo de equilibrio entre ser propagandista y ser un músico creativo es Yo pisaré las calles nuevamente de Milanés. Una bellísima canción que nos transporta a Santiago de Chile, que regala una dosis de historia con la mención del Palacio de la Moneda en el golpe de Estado, ¿y por qué no? Una canción que lleva implícita quejas y consignas, pero que no llega a ser panfletaria porque los arreglos rítmicos son verdaderamente sutiles (y complejos).
¿Qué pasó entonces con nuestros músicos?
Desde el advenimiento del rock and roll no hubo mayor logro que traducir canciones de los músicos gringos e ingleses para ser cantadas por Enrique Guzmán, Johnny Laboriel, César Costa y Alberto Vázquez.
Conforme fue pasando el tiempo y el rock maduró y se puso “macizo”, surgieron brotes asilados de ingenio y talento en los 70s y en los 80s, pero aun así nunca se ha alcanzado una verdadera identidad en nuestro rock. En este caso las fusiones vinieron a salvar la escena. Los contrastes, ya lo dije, son necesarios y alucinantes. Pero muchas veces también son motivo de decepción.
En mi opinión lo mejor que ha dado el rock mexicano fue La Revolución de Emiliano Zapata, en especial el tema Nasty sex.
Aun cuando la letra sea en inglés, es una joya en el pantano tenochca.
Es un contraste digno.
Es la gota de blanco de titanio que brincó en el manchón café.
Es una Heidi Klum caminando del brazo del negro Seal.