En todas las redes sociales existe un espacio destinado a que el usuario se describa.
La mayoría enlista ahí sus logros profesionales, sus grados académicos… o la breve descripción de lo que perciben de sí mismos.
Recuerdo que no hace mucho tiempo algunos malediscentes, sobre todo de Twitter y del mezquino mundillo del periodismo local, se regodeaban descalificándome porque no tengo una licenciatura, cosa que para mí es un elogio absoluto. Formar parte del escuadrón de los zánganos que se educaron por la libre, sin la presión social ni la muleta de una tutela docente, ha hecho que disfrute el doble cada pequeño triunfo. No soy quién para ponerme en plan de opositora del sistema educativo; sin embargo, he observado que el ser matadito o demasiado riguroso con la aspiración de grados y diplomas encorseta al estudiante y a la postre al profesionista. Sobre todo cuando uno se gana la vida con algo que tiene que ver con la creación, ya que viviendo, viendo, oyendo, bebiendo, comiendo, viajando y tropezando, te dota de un instinto de supervivencia más eficaz que aprender sitiado en un aula, esperando que la instrucción se dosifique por un programa establecido y al contentillo y gusto de otro sujeto que probablemente no comparta tu hambre y tus pasiones.
Por eso en todas mis redes tengo una descripción de mí misma, si bien algo satírica y exagerada, bastante cercana a lo que realmente pienso y hago.
Hace mucho no me daba una ronda por la configuración de mi perfil, y hoy al hacerlo sonreí cuando leí lo que hace ya muchos años escribí para describirme: “yo, que veo fantasmas en la noche de trasluz”.
Pensé en darle una refrescada al currículum, pero esa frase del gran Bola de Nieve me sigue dibujando de cuerpo entero. Si tuviera que añadir algo más al recuadro, sería otra frase de esa misma canción: “Yo, que ya he luchado contra toda la maldad, tengo las manos tan desechas de apretar”.
Conclusión: mi vida sigue teniendo el ritmo y el color de un bolero.