Estoy leyendo el libro de memorias de Balthasar Klossowski, mejor conocido como Balthus; el gran pintor polaco que a lo largo de la historia fue injustamente satanizado por pintar imágenes de niñas pubescentes desnudas.
En mi somera lista de cosas que me han hecho redondamente feliz durante algunos minutos están las veces que tenido la oportunidad de ver uno de sus cuadros. Mi último encuentro con este gigante fue el año pasado mientras paseaba por el museo Thyssen acompañada de otro enorme personaje, el filólogo Ángel Luis Pujante, el mejor traductor al castellano de Shakespeare.
El recorrido se dio en circunstancias fortuitas; asistí a la presentación del libro homenaje a don Miguel Sáenz en Madrid, y tras el evento, Pujante se me acercó para preguntarme si deseaba pasar el resto de la tarde con él en lo que salía su tren rumbo a Murcia. Acepté sin dudarlo. Comimos jamón y bebimos vino mientras él me daba una cátedra maravillosa sobre Milton, Byron y Thackeray antes de aventurarnos a las salas.
Mientras escribo esto, me invade la sensación de ser muy afortunada al poder conocer y convivir con seres extraordinarios como Ángel Luis y Miguel, sin embargo, el regreso a la rutina, a la vidita de todos los días me hace olvidar por un momento que los astros se alinean de vez en cuando para proporcionarnos instantes luminosos que difícilmente otras personas pueden contar.
Para mí, está claro, no hay algo más gratificante que establecer vínculos con artistas de ese calibre, con hombres dotados de una inteligencia ilimitada, misma que se revela precisamente en la calidez de la mesura y la discreción.
Pues eso, el año pasado, justo por estas mismas fechas estaba parada con Pujante frente a Balthus; era la tercera vez que observaba uno de sus cuadros en vivo y a todo color, y obviamente que la presencia del traductor le añadió un encanto especial al evento.
Lejos de poses pedantes y disertaciones elevadas, nuestra plática giró en torno a la sutileza de la luz en sus pinturas. Balthus fue un crítico permanente del arte contemporáneo mientras vivió, y vaya que paso muchos años en este lugar: más de noventa, así que le tocó ser testigo de cientos de atrocidades que se han ido dando a lo largo de las décadas en pos de la modernidad. No es que fuera un conservador, aunque sí, es muy interesante; al leer este libro, descubrir que fue un católico devoto y riguroso, lo que contrasta (y no) con su obsesión de retratar la belleza inocente de las ninfúlas.
Un dato que desconocía de Balthus es que estuvo bajo la tutela Rilke, pero no un tutelaje meramente intelectual sino formativo, ya que fue pareja de su madre.
Sin mencionar este hecho, del que seguro Pujante tenía conocimiento, recuerdo bien que la charla desembocó en enumerar algunas de las características que necesariamente se requieren para llegar a ser ese portento de artista; coincidimos que la soledad y la pobreza son dos catalizadores de la creación. Guardo ese día como uno de los más preciosos de mis cuarenta años y me fui con una idea fija en la cabeza: que el escritor se ocupa de lengua como el pintor de la luz.
No sé si en realidad pasó o lo soñé; sólo sé que era una tarde madrileña de primavera en el Thyssen, con la luz oblicua señalando un pedacito de lo que podría llamar mi propia eternidad. Como un cuadro de Balthus.