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martes, abril 23, 2024

Balenciaga Plays Sade

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(un juego perverso de niños)

Cuando Cristóbal Balenciaga comenzó a hacer alta costura, en la España pre-franquista, hizo grandes aportaciones al mundo de la moda; alejado del estilo Chanel y Dior, abullonó los hombros de las prendas y se fue más por mostrar otra parte del cuerpo que en oriente es uno de los atractivos eróticos: el cuello. Así, el sastre cambió la estética parisina e italiana y se hizo de un gran nombre hasta que Franco llegó y tuvo que irse a París.

Luego, por causas ajenas a su creatividad, la empresa cerró. Y ahora es propiedad del esposo de Salma Hayek, François Pinault, y claro está que con tremenda inyección de capital la marca resurgió con fuerza; lo trágico del asunto es que poco se conserva del arte de su creador. Sus piezas son ahora el botón de muestra de que la estupidez y la alienación ganan por default al buen gusto.

Sus embajadores principales: reguetoneros, raperos y Kim Kardashian.

La ropa de la firma pudiera ser una estupenda sátira a la Andy Warhol, una representación del pop posmoderno que ridiculiza y exhibe a la sociedad adicta a consumir chatarra.

Sus últimas colecciones son un insulto al intelecto: venden, literalmente, bolsas de basura de nylon negras que, sólo por llevar el logo estampado, adquieren un valor demencial.

Así, los materiales pasaron de ser finas sedas y lanas a rollos de diurex, trajes “mono” (cuerpo entero) que cubren de los pies a la coronilla, incluidas las manos, vestidos que hacen parecer a las modelos anuncios de papel de aluminio, tenis brutalistas tipo tanque que han sido transportados a moldes para hacer figurillas doradas.

Estos últimos forman parte de la línea de interiorismo, nueva rama de la marca.

Y precisamente, para el lanzamiento de esta línea de objetos horrendos que comprarán los esnobs, salieron unas fotos escandalosas que muestran a niñitos de 6 años aproximadamente, ataviados con accesorios sugerentes para el uso de los adictos al sado masoquismo, específicamente osos con arneses de picos, y la cereza del pastel (podrido), en una de las fotos, aparece un bolso de la marca sobre un cerro de papeles en los que sólo uno puede alcanzarse a leer algo, y ese algo es un criterio de la corte estadunidense en el que se otorga permiso a adultos a consumir pornografía con jóvenes que, por sus rasgos faciales (baby face) parecen menores de edad, es decir: personas que sobrepasan los 21 años pero tienen rostros infantiles.

Las parafilias son un tema complejísimo, legal y psicológicamente hablando; lo que genera arcadas es que una marca de ese calibre suba una campaña, ya no con mensajes ilícitos y perversos subliminalmente, sino que lo hagan con plena apertura y con la seguridad de que, tras la polémica que ya se armó, no pasará a ser más que un escándalo más que llame la atención de los consumidores. Porque la censura en estos casos surte un efecto contrario en las masas idiotizadas por los encantos del establishment.

El mundo del lujo es así, oxigena su poder mediante la estulticia y la enajenación.

El problema con Balenciaga es que, en realidad, no tendrá mayores problemas con su campaña de niños y ositos bondage.

No tendrán consecuencias desastrosas porque la gente que consume esas marcas lo hace desde el más irracional esnobismo, persiguiendo un ideal de estatus que ha vuelto más caro el cuero o el canvas de una bolsa que la filigrana de un reloj o los cortes de una gema.

Nada queda del viejo costurero (Cristóbal Balenciaga), admirado por sus competidores (Chanel y Dior), nada puede hoy la sensatez y el buen gusto frente a una industria voraz abanderada por una panda de descerebrados que promueven el uso de prendas horrorosas y ridículamente caras (Kim Kardashian y compañía son los profetas de este dogma sinsentido).

El viejo Balenciaga, exiliado a Francia durante la Guerra Civil, se revolcaría en su tumba mirando a estos alquimistas modernos que han trasformado la basura (literalmente las bolsas de basura) en oro.

Y mientras, los millennials y los miembros más preclaros de la generación Z, seguirán exigiendo que se normalice todo en aras de la libertad que creen ostentar (libertad que termina en cuanto ven sus bolsillos con monograma vacíos y van corriendo a las faldas (con monogramas) de mamá.

Que se normalice NO comprar perros “porque hay muchos en la calle y es clasista querer un bulldog francés”, dicen los chamacos… mientras se normaliza ver a un niño con dientes de leche jugando a Sade sólo porque el osito-bolsa que les regalan sus mamás mentecatas trae estampada la marca Balenciaga… y eso, señoras y señores, es muy cool para los miembros de esta generación que entronizan las marcas de estatus aunque éstas normalicen (otra vez esa maldita palabra) una aberración, un delito.

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