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viernes, noviembre 22, 2024

Alfredo Victoria, memorias de un doctor atípico

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Cuando caí contagiada la primera vez de Covid, llevaba meses editando un libro sobre este tema con mi amigo, el doctor Héctor Hugo Bustos. 

Días y noches saturada de información de todo tipo; estadísticas, fake news, teorías conspirativas, datos duros, crónicas de primera mano… 

Carlos, algunos amigos y yo veníamos regresando del puente del 20 de noviembre (2020) y ya estábamos contagiados. 

Esto ya lo he contado muchas veces. 

Lo que quiero narrar ahora es cómo llegué al consultorio de Alfredo Victoria. 

Una vez instalada en casa, con los primeros síntomas, Héctor me sugirió hacerme diversas pruebas de laboratorio; las de cajón, y algo más: una placa de tórax que arrojó la imagen de una neumonía aguda. 

“Necesitas que te vea un médico, en persona”, dijo Bustos e inmediatamente recordé que en Facebook tenía de contacto a uno bastante joven que subía muchas fotos e información sobre el virus. 

No recordaba bien su nombre, pero reparé en que teníamos dos amigas en común: Enoé González Gómez y Sandra Izcoa. 

Llamé a la primera y me dijo: “déjame hablarle para que te atienda hoy mismo: está saturado de trabajo” (fue a finales del 2020, con el Covid original y sin vacunas). Desde el primer día que llegó el virus a Puebla, Alfredo se enfundó en una careta casi espacial y se puso en la primera línea de defensa. 

Eno me pasó su contacto, le llamé y me dio cita esa misma noche. 

Luego llamé a Sandra, pues había visto —leído en Twitter— que la había pasado muy mal en su padecimiento, pero que Victoria había logrado sacarla adelante. Con Sandra platiqué más a fondo que con Enoé, pues estaba recién dada de alta, así que era como hacer una pequeña proyección de lo que me esperaba. 

Llegó la noche y me dirigí a la torre de consultorios del Ángeles, piso 8. 

Mientras subía el elevador, me iba mirando en el espejo del cubo, enfundada en una careta y con doble cubrebocas. De pronto, sin tener que preguntar hacia donde estaba el consultorio, tuve la certeza de que había llegado, porque aquello era como una romería. Los pacientes hacían fila con enormes sobres que contenían sus placas. Yo, evidentemente, también llevaba el mío. 

Cuando me anuncié, fui la siguiente en pasar, saltándome la fila, pues Alfredo me había citado a una hora en la que hubo una cancelación de cita. 

Entré. Recordé sus fotos en Facebook con la careta que más bien parecía de astronauta, sin embargo, ahora estaba en su uniforme de consulta e. increíblemente, frente a ese escenario lleno de infectados, sin cubrebocas. 

Me hizo pasar. Mencionó su gran amistad con Enoé (es mi hermana, dijo) y me pidió las placas de pulmón. 

Un hombre musculoso lleno de tatuajes, con la cabeza a rape, tenis Nike Air, pulseras de cuero y barba delineada. Un médico atípico, sin duda. Y hasta ese momento supe que no era neumólogo sino epidemiólogo. 

Mientras miraba mis pulmones en las placas, dijo: “Tienes un tatuaje en la pierna”. 

 Pero yo llevaba pantalón. 

–¿Cómo sabes? 

–Te vi hace dos semanas en la farmacia Guadalajara de Las Torres. Eran como la una de la mañana. Ibas de falda, hablando por altavoz con un hombre de voz rasposa, sin zapatos y blusa halter. Compraste cigarros y electrolitos. No llevabas cubrebocas. ¿Sabes qué pensé? La veré en unos días en consulta. No tarda en caer. Y hete aquí. 

Pero su comentario no fue para nada invasivo, sino de una persona observadora que sabía cómo estaban las cosas realmente. Alfredo, que con el tiempo se volvería mi gran amigo, era directo, pero jamás irrespetuoso o incómodo. 

La anécdota de la farmacia me relajó. Me quité la careta que aún traía puesta y le pregunté por qué consultaba sin cubrebocas. “Acabo de salir de mi segundo contagio, tengo cierta inmunidad”. 

Estamos hablando que era noviembre y su primer paciente llegó en marzo, y para ese momento se había corrido la voz que él era confiable, que llevaba buen récord de altas, así que no quedaba otra más que confiar. 

En la auscultación me puso el oxímetro y escuchó los pulmones. Yo miraba una de esas máscaras de pájaro que se usaron en la gran pandemia de influenza de principios de siglo XX. 

Cuando terminó el proceso, me levanté y dije: la voy a librar, ¿no? 

Me contestó: si sólo viera tu placa ya te hubiera internado, pero estás saturando más de 90. Te vas a hacer el tratamiento en casa. 

Me senté para que hiciera la receta. 

Yo soy hipocondríaca, se lo hice saber, y le pedí que me mandara, costara lo que costara, los medicamentos más eficaces, inyecciones de ser posible. Todo para pasar los quince días críticos con la mayor protección. 

Me preguntó cómo me contagié. 

Le conté lo del viaje, y también que mi novio estaba justo en ese mismo hospital en terapia intensiva. Lo está llevando su médico de confianza, añadí. Y Alfredo jamás hizo un mal comentario ni grilló a nadie, lo que no pasó, al contrario, ya que, con el tiempo, y al ver su éxito, le quisieron hacer varios boicots, sin embargo, no hubo un mes, desde el 2020, en el que su consultorio se vaciara. 

Pero regresemos a esa noche: pagué mi consulta, y antes de irme, añadí: júrame que no me voy a morir. 

Todos vamos para allá, sin embargo, no creo que todavía te toque. 

Salí adelante a los diez días. 

La tarde que me dio de alta le llevé unas acuarelas de regalo; las había pintado justo en los días 9 y 10 de la infección, cuando se desencadenaba la famosa lluvia de citoquinas, es decir, los días en los que las defensas o te respondían o te autodestruían. 

Tres cuadritos enmarcados que los colocó justo detrás de su silla. 

Seguí viéndolos muy a menudo porque me contagié tres veces más y de inmediato iba a consultarlo. 

No sé si haya conocido a alguien más paranoico que yo, supongo que sí. 

La última vez que lo visité en el consultorio fue el pasado diciembre, cuando llegué con ómicron. 

 Ya me sabía el protocolo. Nos habíamos vuelto tan cuates, que iba a nuestro programa de radio y me lo topaba en los restaurantes. De pronto ya lo consultaba por cualquier cosa por teléfono; por una gastritis, una cruda, por una picazón de piel. 

Siempre respondió al llamado, amable y puntual. 

A principios del 2022 le hice unas fotos para una entrevista en Dorsia. 

Vino a mi estudio y platicamos de mil cosas, se volvió de alguna u otra forma una especie de confidente, y él también me platicaba con gran confianza sus temas. Y es que la gente no soporta el éxito ajeno. 

A Alfredo lo quisieron tumbar por varios frentes. Con la gran fama que se hizo, llegó inevitablemente una gran temporada de bonanza económica, cosa que se vuelve imperdonable para los envidiosos. 

Yo entendía perfectamente lo que pasaba: lo deslegitimaban por no ser un médico tradicional; de esos hipócritas que se ven muy pulcros e inexpresivos, muy decentes, pero que fuera de la consulta son unos briagos o unos abusones de primera. 

Conozco a muchos así. 

Alfredo parecía más bien un rapero o un jugador de Hockey… y el establishment rancio sólo acepta y da por buenos a los doctores como los que he mencionado; de manos suaves y blanquísimas, voz zen y mil diplomas colgados. 

En eso coincidíamos Alfred y yo: él no parecía un doctor, yo no parezco escritora, según los cánones. Y a partir de ese criterio, uno tiene que padecer los infundios de los intrigosos, cosa que en su caso se exponenció al incursionar en la política aspirando a la alcaldía, y luego convirtiéndose en influencer y doctor que aparecía en programas prime time. 

¿Fue criticado por eso? 

Por supuesto. Y más porque no tenía empacho en presumirlo. 

¿y por qué no iba a hacerlo? 

Tres años de joda, contagios y presión le rindieron frutos dulces; los supo aprovechar en vivir al máximo, en comprar lo que siempre había soñado: carros hermosos, motos y viajes. 

Alfredo le sacó jugo a su golpe de fortuna sin saber que tendría poco tiempo para disfrutarla. 

Porque pocos los sabían, pero la amenaza siempre estuvo ahí, y en su fuero interno lo temía. 

Venció al cáncer hace cuatro años, y las secuelas de estar tres años en la línea de fuego Covid, le habían dañado el corazón. 

Por eso, en cuanto pudo, se metió a clases de patinaje y perfeccionó su habilidad de comunicar sus conocimientos. Pues lo tenía claro: la pandemia iba a terminar, y con ella el flujo de pacientes que tiene un epidemiólogo. 

Hace un par de meses estuvo internado precisamente por una afección cardiaca. Lo llamé para ver cómo estaba. “Acá seguimos”, dijo, ¿cuándo te mando texto para tu revista? 

Ese texto ya no llegó. 

Alfredo Victoria dejó su colección de tenis en el closet, sus bellos autos y su moto en el garaje. A sus padres huérfanos de él, a sus amigos impactados, y a los pacientes del 26 de junio en la antesala de ese consultorio que alguna vez le quisieron cerrar a causa de una enfermedad más peligrosa y letal que la Covid: los celos profesionales. 

Descasa en paz, querido doc. 

El hombre que ha vivido un día ha vivido toda su vida, a ti te tocaron 42 años; pero los últimos tres te valieron para una porción eternidad. 

Gracias. 

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