Hay quienes se resisten a entrar a un gimnasio por el simple trámite de tener que irrumpir el primer día en calidad de patibulario al que todo un pueblo sediento de sangre observa para saciar su canibalismo de clóset. Aunque también existen otros especímenes vanidosos y sobrados de sí mismos que cruzan el umbral con una seguridad pasmosa, ataviados como atletas de alto rendimiento cuando llevan más de dos décadas tirando hueva y caducando como una lata de atún abierta la noche anterior.
Uf.
El caso es que el usuario que un día antes no era usuario (sino aspirante a), se levanta con toda la actitud después de haber palmado sus respectivos duros con la promesa de que, si es constante, en breve podría trasmutar en un Adonis o una Afrodita tropical; y ahí va, todo desmañado, futureando con sendos pectorales de gorila o esas piernas de percherón que le darán, según él (o ella), un pase automático hacia el Olimpo de la beldades locales provocando así una serie de eventos afortunados que obrarán el milagro de, por ejemplo, dejar de ser una anguila guanga para convertirse en una anguila dura, para luego poder sentir que su paso por este mundo material no ha sido en vano.
Ahora bien, en otro conjunto caben aquellas personas que van al gimnasio con ganas de no ir al gimnasio (esa soy yo) pues no soportan mucho el contacto con la gente, ni la mirada lasciva de los sicalípticos, o la caída de ojos de las envidiosas anoréxicas, ni mucho menos las muecas indescifrables de los mamados que por el hecho de estar mamados juran que están en una escala superior en la estructura de castas de la así llamada “clase fit”.
Como estos, hay mucho más perfiles a examinar:
La señora que no tiene nada qué hacer y que va al gimnasio, no a ejercitarse, sino a hacer amiguis y a comprar cuanta basura le vendan en abonos.
Las señoras que en verdad quieren deshacerse de sus adiposidades, no por gusto, más bien por salud o por presión de un marido adúltero que vive amenazando su dignidad.
Los rucos que van a ligar jovencitas.
Las chavillas que traen colgado en el top un cartel de “se busca sugar daddy”.
Las muchachas que quieren llegar a ser atletas en un país donde es más fácil ser halcón de drogas que atleta profesional.
Las lesbianas hombrunas que esperan encontrar una lesbiana femenina.
Los gays que necesitan verse hermosos para bajarles el galán buga a sus hermanas.
Los gays que van a devorar braguetas.
Los chavos que complementan con pesas algún otro deporte.
Las viejitas que necesitan fortalecer su corazón con movimientos que les activen el cardio.
La pareja swinger que sabe que ahí hay otros swingers disfrazados de matrimonios ejemplares.
La pareja que ya sobrepasó los años de miel (y de hiel) y va en busca de una chica que acceda a echarse un trigo limpio.
Las recién casadas cuyos maridos nos las pelan por estar trabajando a marchas forzadas para suplir con un Bentley sus complejos de inferioridad.
Las mamitas que han decidido dejar de venerar a San Tafilito y que le hacen a la maroma mientras sus niños nadan.
Etcétera.
Pero lo que más ronda en esos espacios es el espíritu chocarrero que pone en peligro todos los matrimonios anteriores.
Es normal que en un gimnasio (que es en esencia un altar pestilente a feromonas dedicado al dios Ego) se fragüen escandalosas infidelidades: la cuarentona que casó con un imbécil que no se la coge desde hace meses y cae en los brazos constelados en músculos (inflados por esteroides) de un instructor que no conoce la “o” por lo redondo pero que sí lleva algo muy redondo y bien puesto bajo las licras.
Casos como esos conozco varios.
Algunos han terminado en fatalidad y muy pocos pasan la prueba del ácido (¿de qué carajos se puede hablar después del felatio con un sujeto cuya vida gira alrededor de jalar fierros y engullir comida en polvo?).
De entre las razones por las cuales uno entra al gimnasio, se pueden tomar una o varias de las antes mencionadas y cualquiera que se elija estará bien; todo depende del carácter y el interés ulterior del usuario.
En mi caso personal van más de diez veces que me inscribo al gym, y en cada una de esas veces he durado máximo uno o dos meses. No porque no vea los resultados ( cuando le entro a algo soy obsesiva), sino porque el simple hecho de estar encerrada en un espacio (por más grande que sea) en el que los sopores, humores, sudores y vibras de los demás invadan las paredes, me genera una mezcla rara de claustrofobia y repugnancia hacia la raza humana. Sin embargo, nuestra especie es la única que insiste siempre en recaer en los mismos errores… supongo que es por el efecto de una glándula ignota que segrega hormonas del olvido o qué sé yo.
No me quejaré más, puesto que ya he pagado la inscripción y asistí muy temprano dispuesta a enfocarme en mi objetivo: evitar que mis muslos se tornen en una jalea nauseabunda. Pero por otro lado me da pánico que por tanta sentadilla y press se me hinchen tanto las piernas que en vez de parecer una escritora respetable termine emulando a la hermana bastarda de ese futbolista enano al que apodaban el Pony Ruiz.
Por eso, me dije hoy por la mañana, vete con tiento. Llega al lugar sin voltear a ver a nadie. Finge que tienes Asperger o de plano di que no hablas español y hazte la desentendida. También, me dije, no vayas a pecar de ingenua y pidas que un entrenador te imponga esa clase de rutinas que terminan siendo una tortura china por el simple hecho de querer ver resultados en dos semanas. Recuerda que sobre todo, me repetí seriamente, estás entrando a este ashram de las sudoraciones ajenas para alejarte un poco del vicio. Esto te servirá, me dije, para no empezar a fumar desde que te levantas y para pensártela dos veces antes de ponerte hasta la hernia y vivir el calvario de tener que ir a montarte al remo o a jalar fierros con una cruda de nevero a cuestas.
Todo eso pensé (y me dije en un monólogo interno) cinco minutos antes de salir de mi casa a la plaza.
Cosa que no pudo ser, ya que al llegar al gimnasio me percaté que estaba retacado de conocidos.
Puebla no es una ciudad chica, pero era predecible que si me inscribía en un gimnasio cerca de mi barrio, me topara al vecino mamón que acarrea consigo a otros vecinos mamones, amigos de otros tantos mamones que se dan cita en ese lugar para confirmar que son inmamables y que gana por default al ser legión.
Así las cosas.
Por eso digo que no pude llevar a cabo mis planes de pasar de incógnito, sin embargo lo que ayudó es que (como a todos nos pasa últimamente) en persona no me parezco tanto a como soy en Facebook, pues en vivo no me puedo tunear las ojeras ni sacarme chapas a las siete de la mañana (sería un negociazo poder adquirir un filtro de TikTok que desafiara la cibernética, pero aún no llegamos a ese grado de modernidad).
Todo primer día sigue siendo como ese primer día en el que llegabas a una escuela nueva donde tú eras una especie de alien recién bajado de la nave, y así, por tu condición de agente externo y anómalo, inmediatamente eras apañado por un corrillo de terrícolas curiosos intentando descifrar si eras hembra o eras macho o si tenías el mismo código de comunicación, etcétera.
Justamente sucedió como esperaba.
No por otra cosa, sino porque dentro de cualquier ecosistema al que se le añade un elemento, ese elemento destaca al ser desconocido.
Pudiera parecer todo lo contrario, pero en la mayoría de las ocasiones, y sobre todo cuando hablamos de un espacio en el que la gente no te mira por tu brillante cabeza sino más bien por tu abullonado o invisible culo, prefiero pasar completamente desapercibida para así poder llevar a cabo una de las actividades que más me satisfacen: observar y fabular historias en torno a los otros.
Pero para poder lograrlo tuve que ejecutar todo el ritual del saludo al amigo, la comidilla de la pasarela y las murmuraciones de los cazadores cuya pregunta siempre confluye en el mismo punto: ¿aflojará o no?
Horror.
En ese momento uno quisiera que la tierra se lo tragara y que lo escupiera en Noruega, donde los hombres respetan a las chicas porque de no hacerlo van al tambo…
Bajo estas circunstancias lo mejor es ponerse en un happy place mental y pensar, como decía Fuentes, que aquí nos tocó vivir: en la región más transparente (o turbia del aire), junto a un río hediondo, aparte…
Finalmente pude aterrizar en el remo y ponerme en una posición cómoda junto a un punto ciego entre la columna y la escaladora, para concentrarme en accionar el aparato y mirar.
Muy por el contrario de mis amigas, a mí no me gusta ver a los tipos que van ahí en plan de Narcisos a contemplarse y masturbarse mentalmente frente al espejo mientras un pequeño mono tití les gira una rueca en el cerebro. No. Yo prefiero mil veces ver a las otras mujeres, no porque me gusten, sino porque es interesante observar su comportamiento ante a una jauría de lobos que quieren hincarles el diente.
Remando y remando pude calar muchos, pero muchos traseros falsos.
Es impresionante lo que le invierten las señoras al meterse cuanto cemento nuevo sale en el supermercado de culos.
Los hay de todos tamaños, formas y texturas: está el culo gota, el culo corazón, el culo piedra, el culo globo, el culo que quiso parecer un culo de verdad, pero le faltó alma para dejar de ser un culo de madera.
¡Cuántos culos tristes, felices y nerviosos trepidando frente a mí!
Algunos son tan surrealistas que podrían aparecer en la nueva edición del manifiesto de Bretón o bien acomodarse en la próxima exposición de arte objeto junto al retrete de Duchamp.
Remé media hora en la que pude hacer mil conjeturas alrededor de las biografías de esos traseros, pero había uno en especial que captó mi interés. Era un culo amotinado en una estrecha malla magenta que, juro por dios, era un culo que poseía autonomía. La señorita que lo portaba iba a la derecha, y el pendejo culo rebelde se le iba a la izquierda. Increíble la capacidad de ese culo, pensé. Y pensé también que el mismísimo San Agustín estaría atentísimo y conmocionado al poder confirmar que un miembro puede dominarse y satisfacerse a sí mismo y ser, como las universidades, autónomo y muy pero muy popular, y hasta benemérito.
Ese trasero me impactó sobremanera y pienso seguir observándolo en aras de investigar si uno de estos días ese culo anarquista podrá darle una especie de golpe de estado a la güera insulsa que lo trae pegado arriba de unas piernas que se ve que sufren al tener que cargarlo.
Una vez que bajé del remo, el gimnasio ya estaba a reventar, por lo que me fue imposible proceder a la siguiente fase de investigación y decidí hacer algo por mi propio bien: treparme en la escaladora para expiar mi pecado de soberbia y evitar ser castigada por el altísimo quien, misógino a cuan más, podría mandarme como castigo la terrible sorpresa de que un día, ya entrada en carnes, se me ocurra darme una vuelta por ese supermercado de culos variopintos y volverme, como suele pasar, la víctima ideal de los que hoy fueron severa e injustamente enjuiciados por mí: una amargada que no quiere ir al gimnasio pero que insiste en ir al gimnasio por una suerte de masoquismo innecesario.