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martes, mayo 13, 2025

Jaime Sabines, el entrañable recuerdo del amoroso

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La poesía de Jaime Sabines aún se respira. Se desliza entre los dedos de los enamorados y en sus noches de insomnio. Se cuela en las manos vacías de quien ha perdido a alguien.
Sus letras no se borraron con su muerte; siguen latiendo en cada verso susurrado a media voz por quienes, al leerlo, se han sentido menos solos.

Sabines entendió el amor como una herida abierta, la vida y la muerte como una misma, la soledad como un refugio. Escribió para quienes aman y sufren, para quienes, como él, han sentido que el amor y la muerte son el mismo fuego.

Jaime Sabines, el poeta chiapaneco cuya obra está marcada por la concepción trágica del amor y la angustiosa soledad, logró capturar las emociones humanas con una honestidad brutal y un lenguaje accesible, pero profundamente lírico. Su poesía, intensa y representativa de la literatura mexicana del siglo XX, lo consolidó como uno de los escritores más importantes de Latinoamérica.

Nació hace 99 años, el 25 de marzo de 1926. Desde joven mostró un profundo interés por la escritura, publicando sus primeros textos en el diario escolar El Estudiante mientras cursaba la preparatoria en su natal Tuxtla Gutiérrez. Ese temprano acercamiento a las letras marcaría el inicio de una carrera literaria excepcional.

Aunque en 1945 ingresó a la carrera de Medicina, tres años después decidió abandonarla para seguir su verdadera vocación. Se trasladó a la Ciudad de México para estudiar Lengua y Literatura Española en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde comenzó a perfilarse como poeta.

Desde su primer libro, Horal (1950), Sabines mostró un tono sincero y melancólico, con una visión de la vida marcada por el desencanto.

“El mar se mide por olas,
el cielo por alas,
nosotros por lágrimas.
El aire descansa en las hojas,
el agua en los ojos,
nosotros en nada.
Parece que sales y soles,
nosotros y nada…”

Reveló, además, un estilo íntimo y desgarrador que embelesó a sus lectores, una sinceridad brutal que lo llevó a publicar La señal (1951) y Adán y Eva (1952).

“No quiero paz, no hay paz,
quiero mi soledad.
Quiero mi corazón desnudo
para tirarlo a la calle,
quiero quedarme sordomudo.
Que nadie me visite,
que yo no mire a nadie,
y que si hay alguien, como yo, con asco,
que se lo trague.
Quiero mi soledad,
no quiero paz, no hay paz.”

En su poesía, la tristeza y la obsesión por la muerte eran temas recurrentes, como en Tarumba (1956).

“Amanece la sangre doliéndome
y el cigarro amargo.
La herida de los ojos abierta para el alcohol del sol.
Y una fatiga, un cansancio, un remordimiento de estar vivo.
¿A quién le hago el juego, Tarumba?
(Perdóname. Tú sabes que digo esas cosas por decir algo.
Es un remordimiento de estar muerto).
Mi mujer y mi hijo esperan allá fuera,
y yo me quejo.
Voy a comprar unas frutas para los tres;
me gusta ver que mi hijo brinca en el vientre de su madre
al olor remoto de los mangos.
(Cuando nazca mi hijo, Tarumba, tú le vas a enseñar
los árboles y los caballos).”

En 1959 obtuvo el Premio Chiapas, otorgado por el Ateneo de Ciencias y Artes del estado. Tres años después, comenzó a publicar en el Diario Semanario, mostrando un Sabines más cotidiano y cercano al corazón que a la razón, contemplando el amor desde un ángulo terrenal.

“Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. 

Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. 

Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño. 

Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?”

Sus padres también fueron inmortalizados en sus letras. Tras la pérdida de su madre, escribió Doña Luz, un poema que expresa la inevitabilidad del olvido y la fugacidad de la existencia:

“Lloverás en el tiempo de lluvia,

harás calor en el verano, 

harás frío en el atardecer. 

Volverás a morir otras mil veces.

Florecerás cuando todo florezca. 

No eres nada, nadie, madre. 

De nosotros quedará la misma huella,

la semilla del viento en el agua, 

el esqueleto de las hojas en la tierra.

Sobre las rocas, el tatuaje de las sombras, 

en el corazón de los árboles la palabra amor. 

No somos nada, nadie, madre. 

Es inútil vivir 

pero es más inútil morir.”

Y tras la muerte de su padre, compuso Algo sobre la muerte del mayor Sabines, un extenso poema en el que plasmó su duelo de manera visceral y conmovedora.

Su estilo fue elogiado por escritores como Octavio Paz, quien lo describió como “un poeta expresionista, en sus saltos y caídas, en sus violentas y apasionadas relaciones con el lenguaje. Verdugo enamorado de su víctima, golpea a las palabras y ellas le desgarran el pecho. Para Sabines, todos los días son el primero y el último del mundo”.

La inspiración de Sabines parecía infinita. En 1972 publicó Maltiempo, obra que le valió el Premio Xavier Villaurrutia, uno de los más prestigiosos del país. Para entonces, su legado ya era reconocido dentro y fuera de México. En 1977 publicó Nuevo recuento de poemas y, en 1983, Poemas sueltos.

En 1985 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, y en 1994 la Medalla Belisario Domínguez, el más alto reconocimiento otorgado por el Senado de la República. Sus poemas fueron traducidos a doce idiomas y grabados en la colección Voz Viva de México de la UNAM.

En sus últimos años, “El francotirador de la literatura”, como se le conocía, siguió escribiendo a pesar de sus problemas de salud. Publicó La luna y Uno es el hombre (1990), Antología Poética (1994) y su libro más emblemático, Los amorosos y otros poemas (1997).

“Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.”

El 19 de marzo de 1999, pocos días antes de cumplir 73 años, Jaime Sabines falleció, dejando un legado imborrable en la literatura mexicana. A más de un cuarto de siglo de su partida, su poesía sigue viva, leída, citada, memorizada y admirada por generaciones.

Su estilo impetuoso y brillante exploró los sentimientos a través de un lenguaje transparente y cercano, convirtiéndolo en un referente indispensable de la literatura.

“Tu nombre
Trato de escribir en la oscuridad tu nombre. Trato de escribir que te amo. Trato de decir a oscuras esto. No quiero que nadie se entere, que nadie me mire a las tres de la mañana paseando de un lado a otro de la estancia, loco, lleno de ti, enamorado. Iluminado, ciego, lleno de ti, derramándote. Digo tu nombre con todo el silencio de la noche, lo grita mi corazón amordazado. Repito tu nombre, vuelvo a decirlo, lo digo incansablemente, y estoy seguro que habrá de amanecer.”

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