“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Repasando esas palabras con que García Márquez empieza el relato de Cien años de soledad, comencé a bajar los barandales que me llevarían al glaciar Perito Moreno en la Patagonia argentina.
La emoción se aparecía en mis sienes y en mi corazón desaforado. Con más de ocho horas de vuelo de México a Buenos Aires; y otras tres horas de Buenos Aires a El Calafate, más un trayecto de hora y media en una colectiva, el final del viaje estaba a la vista, a unos pasos de llegar ante una de las maravillas del mundo moderno creada por la naturaleza.
En El Calafate, junto con otros turistas, contraté un tour para llegar al glaciar. El costo de entrada al parque nacional es de 45000 pesos argentinos, casi 1800 pesos mexicanos. La guía nos explicó que había tres rutas para llegar al glaciar. Tomé la que consideré más corta. De pronto, al salir de una curva, se me apareció gran parte del glaciar: una enorme masa de hielo con formaciones de poliedro de un azul extraordinario. El impacto visual te deja sin palabras. Es una cordillera helada. Parece un grupo de pingüinos albos unidos en un abrazo. Es el agua bajada de las montañas que el paso del tiempo ha apretujado durante cientos de años en una insistencia parecida a la del personaje griego que empujaba una piedra hasta una cima y ésta volvía a caer. Así pasa en el glaciar, continuamente se escuchan sonidos como de disparos o como si un camión derramara su carga de grava; en ese momento un bloque se desgaja del conglomerado y se hunde en el agua. Así, una y otra vez, durante cientos de años, y entonces recordé alguna ley de la química: “La materia no se crea ni se destruye, solo se transforma”.
Maravillado, veo como se acerca un yate a la muralla de hielo; el yate se ve pequeño ante tanta masa congelada donde resaltan los colores negros, cafés, anaranjados que se forman cuando el agua arrastra los sedimentos. Más distante se ve un bloque separado de la masa, es un iceberg solitario en el lago, separado de la manada gélida. Es una vista impresionante…
Antes de llegar al glaciar, durante el trayecto, la guía ordenó la parada en un paraje para que pudiéramos admirar el gran lago que tiene más o menos 1400 kilómetros cuadrados y pertenece solamente a Argentina. Ahí no mostró un arbusto que daba frutos redondos de color morado, que se parecen al arándano: es el calafate, nos dijo. Así entendimos por que la denominación de ese poblado que se encuentra en la Patagonia, muy cerca del “fin del mundo”.
En el poblado hay una comisaría, una gasolinera, un letrero que dice: “Milei estafador, la patria no se vende”; un banco Serfin, diversos lugares para comer e infinidad de cabañas dispuestas para el alojamiento de los turistas. En un restaurante se ofrece el tradicional asado argentino.
La salida del poblado inició a las 12:12 y el regreso fue a las 19:30. Recargado en el asiento del microbús, venía cansado pero feliz. Luego fui a buscar el alojamiento que había reservado. Eran cerca de la nueve y media de la noche y la luz solar todavía nos iluminaba, por eso recordé que había una diferencia de tres horas con respecto al horario de México.
Al otro día, con ganas de comprar algún recuerdo, en una librería consulté un libro de historia. Ahí me enteré que el glaciar recibió ese nombre por Francisco Moreno, director del museo de la Sociedad Científica Argentina, quien estudió la zona e hizo una defensa del territorio de Argentina en una disputa contra Chile por la delimitación de sus fronteras. Y ahí, buscando alguna antología de narradores jóvenes, entre libros de escritores argentinos encontré las obras de dos autores mexicanos: “Mente y escritura” de Juan Villoro y “Sabemos cómo vamos a morir” de Paco Ignacio Taibo II…
Estuve vagando por el pueblo con la mochila al hombro. Las tiendas ofrecen gran cantidad de artesanías para los turistas. Compré una taza, una gorra, un llavero y un mapa de Argentina. Al final deseché la playera con el número 10 de la albiceleste. Comí una hamburguesa para perder tiempo y descansar. Luego regresé caminando hasta la terminal con la idea de tomar un taxi hacia el aeropuerto, pues se acercaba la hora de abordar.
En el vuelo de regreso a Buenos Aires me llené de nostalgia recordando que ese día era 31 de diciembre, el último día del año 2024 y que, siendo huérfano desde niño, mi padre nunca me llevó a conocer el hielo.