Entré a un privado del restaurante La Casa de los Muñecos, del centro, gracias a la generosa invitación de David Villanueva. Fue antes de 2018, año en que morirían, entre otros, don Pedro Ángel Palou Pérez, Martha Erika Alonso y Rafael Moreno Valle.
Ya están en el restaurante Pedro Ángel Palou García, Jorge Volpi, Jota Jota Armas Marcelo —el legendario Juancho—, Mónica Lavín, Alejandra Gómez Macchia, Miguel Maldonado, Fritz Glockner y el propio David. Más tarde, salvo Fritz, que se había ido, llegamos a la siempre enigmática hora de los whiskies y los rones.
(Es enigmática porque el que va a pasar a otra dimensión —la de la
ebriedad absoluta— empieza a ponerse borroso sin darse cuenta. Los
que lo advierten si acaso se pondrán a murmurar).
Un tema apareció en el ambiente: los recientes libros que Rafael
Pérez Gay y Héctor Aguilar Camín habían escrito sobre sus seres más
cercanos con indudable crudeza. El primero, sobre su hermano José
María. El segundo, sobre su padre. Había una coincidencia: que los retratos de ambos eran crueles y dolorosos.
Les pregunté a Pedro y a Volpi si algún día escribirían con esa dureza acerca de sus padres. Volpi respondió que estaba por publicar una
novela sobre su padre. Pedro dijo que no lo tenía planeado, pero que
quizá en el futuro lo haría.
En dos ocasiones me tocó ver el saludo de los Pedros Palou. “¿Cómo
está, don Pedro?”, le decía con una sonrisa bañada de cierta ironía el
menor de ellos. “Pedro, ¿cómo te va?”, respondía el mayor con una
emoción evidente. Cosa curiosa: estamos hablando de escritores. Escritores que son también padre e hijo. El mayor de los Palou, orgulloso
de su hijo. Y éste, en reciprocidad inevitable, orgulloso de su padre.
Me imagino a Pedro chico décadas atrás, cuando influido por don
Pedro devoraba libros y enciclopedias, e iba formando esa memoria
prodigiosa que lo habilita como uno de los escritores más hechos, más
formados, de la literatura hispanoamericana.
Cómo olvidar las palabras de Christopher Domínguez Michael, severo crítico del Crack, quien lo reconoce como una de las dos personas
más dotadas oralmente que ha conocido en su vida, pues tiene conectado el cerebro a una redacción impecable a la hora de hablar.
Infancia es destino, ya lo sabemos, y en el caso de Pedro es evidente
que tuvo un padre dedicado a cultivar su genio. Pero don Pedro tuvo
una vida propia. Me quedo con las líneas del poeta Miguel Maldonado
que hablan de que el mayor de los Palou inventó Puebla y la batalla del
5 de mayo. Cierto: ya existían, pero don Pedro las inventó y las puso a
rodar por el mundo. Éste también inventó la amistad literaria en nuestros rumbos: esa amistad generosa bañada de giros, matices y texturas.
En su momento, don Pedro fue el gran solitario en los círculos políticos de Puebla. Y es que no tenía interlocutores de su estatura. Dictaba cátedra, pero no tenía con quién conversar. Sus amigos estaban
en otros lados. Uno de ellos, gran amigo de la infancia, fue Salvador
Elizondo, el genial autor de Farabeuf, quien no lo olvidó en sus diarios
de escritor. De él hablamos una tarde en un auto en Guadalajara, antes
de que presentáramos, junto con Maldonado, un libro de David Villanueva. Tenía frescos los recuerdos de su amigo. Quedamos de hacer
una entrevista sobre Elizondo. Nunca la concretamos.
El día que murió don Pedro sentí una tristeza real, de ésas que se
sienten cuando un ser muy querido se va de nuestras vidas. Cuando
supe de su muerte, pensé en mi padre, dos años mayor que él, quien en
su momento, no hacía mucho tiempo, participó en un taller de historia
con el Palou mayor. La mañana del velatorio, estando frente a su féretro, abracé a doña Victoria, a Pedro y a Javier con esa misma tristeza
real con la que escribo estas palabras.
Después de seis años de su muerte, descanse en paz el inventor de
Puebla y de la batalla del 5 de mayo.