Domar un impulso, el de la escritura. No dejar que corra, como un río, el agua caudalosa de su ímpetu. Al contrario, retenerlo: esperar a que esté a punto de desbordarse. Entonces sí, que escape por la página, que la inunde. Mojada, llena de espasmo, la escritura. Una mirada, la única posible, que dice la verdad del mundo. Su íntima y oscura filigrana.
¿Empezar de cero? Ilusión imposible liberarse de la contingencia, borrar el comienzo. ¡Se abre el telón! ¡Tercera llamada, comenzamos! Empezar implica romper algo. Lo primero: el pomposo silencio. El falso silencio y su solemnidad preparto. ¡Ay! Un grito, quizá el único inicio que vale.
Incipit: ¡Ay! La presencia de una voz como único origen. O un ruido: rompo el papel en blanco, lo rasgo, lo arrugo. ¿A quién le importa? Tomo el lápiz y lo coloco sobre el cuaderno: dos anacronismos que mantienen el hechizo: puedo borrar, puedo romper, puedo desaparecer del todo. Y de todas formas esto ha empezado antes, en otro lugar, no en esta página, ni en la primera línea.
Obertura. Sustituir la seducción por un tablero de direcciones. ¡Respete las señales de tránsito! Búsqueda de una seducción imposible entre dos seres que nunca se verán los ojos: uno de ellos, tú, escuchas, pero no puedes responderme. Callas para que yo pueda hablar. Tu silencio y mi verborrea. Encuentro en la ausencia. ¡Basta! Porque el comienzo no existe causa repulsa iniciar con desparpajo: Muchas noches he estado acostándome temprano. No: existe solo la noche blanca, el triste y endemoniado insomnio. Nada más. Ilusión de un orden, el del número: nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno: ¡Cero! Empezar con una explosión que te saca de órbita, que te fulmina. Ilusión de un orden: si algo comienza entonces continúa, verdad de Perogrullo que oculta otras infinitas posibilidades, por ejemplo: si algo comienza puede siempre volver a comenzar. Nunca se puede comenzar por el comienzo. El inicio como salto al vacío.
Exordium: a la piedad de un incierto lector al que saco de su libertad vertiginosa para que se detenga en mis palabras. El exterior de una ¿vida? y el interior de estas palabras, nada más ilusorio. Te ruego: ¡Quédate!, cuando en realidad busco estar solo. Fiat lux!, y empezamos.
Captatio benevolentiae, busco con desesperación la bondad de ese otro que no existe, el lector, lo introduzco así en una trampa para agarrarlo del cogote, apretarlo con fuerza hasta que no puedas respirar, hasta que te falte el oxígeno como a mí, asmático tardío. No, no, no. Mejor encendamos los altavoces: que se escuche, con fuerza, la palabra, el inicio. In my beggining is my end, eso lo sabemos con la primera respiración, el inicial berrido. ¿Empezar de cero? Sólo porque ellos han venido a perturbarme. Ya, ya: no más groseros preámbulos. Adelante: entremos, entremos. Bienvenido seas a esta libreta hecha sólo de comienzos…
Sólo los escritores que encarnen un personaje podrán sobrevivir a la avalancha de la opinión todopoderosa. ¡Nuestra señora la opinión! Así lo apuntaba Michel Leiris en su Journal el 27 de ocubre de 1966 al hablar de un concierto de John Halliday en el que el músico encarnaba, ya sin camisa, al rockero estrambótico que pregunta a su audiencia si hay allí alguna chica para amar esa noche. En la mano derecha una botella de wiskey a la mitad. Por eso escribe Leiris que al final el arte no será más que un mediador gigante, una mera pantalla entre el ídolo (sin importar el modo en que se exprese, teatro, literatura o pintura), y su público. Si algún arte subsiste se reducirá al arte de presentar.
Si algún arte subsiste se reducirá al arte de presentar: los hechos, claro. ¡Sólo los hechos, que muera la imaginación! Hay un personaje de Dickens en Tiempos difíciles, Gradgrind que está presente en todos lados: en la calle, en la televisión, seguramente también en las clases de Crespo: “Esperamos, desde hace tanto tiempo un Comité de Hechos, compuesto de comisarios de hechos que fuercen a la gente a sólo considerar los hechos. Nada más que los hechos”.
¡Viva la escuela de cada uno, donde toda opinión vale igual! Lugar de lo uniforme, territorio de la democracia y sus hijos bastardos. Frenesí de la información que oculta al verdadero intolerante, al reaccionario más abyecto. La opinión anónima y justa y en la que todos coinciden, religión del consenso, una palabra espantosa. El consenso al que han llegado gracias a la manipulación de los medios. Sólo lo que ellos tocan existe. Son ellos los únicos jueces. Crespo y Daniel e incluso el mismo Jorge Alberto están instalados en el tráfico de la verdad. La literatura es la impertinencia mayúscula.
Yo, su excrecencia.
Habito en el Allegro Maestoso de la Sinfonía no. 2 de Mahler, Resurrección: recuerdo todas sus notas y puedo escucharlas como si recitara un poema. El primer movimiento. ¡Para los segundos movimientos hace falta envejecer, decía Haydn! Lo demás es ruido. Ética del fragmento: no se trata de la imposibilidad de acabar una obra, se trata de la imposibilidad de comenzarla. Por eso la escritura fragmentaria siempre recomienza, va y viene: regresa.