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jueves, noviembre 21, 2024

El libro, ese objeto que se resiste a morir

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Este abril, ante el cumpleaños de Cervantes, pienso en el libro. Cuando viajaba a Estados Unidos entraba siempre a esas enormes librerías llamadas Borders. Nunca pensé que entraría, alguna vez por última a una de ellas. Me tocó la de tres pisos del centro de Boston. El paisaje era desolador, como el de un campo de batalla después de una sangrienta y desigual pelea en la que, por supuesto, el derrotado fue el dueño del terreno, el local.  

Los ventanales estaban cubiertos con ignominosos letreros que anunciaban doble descuento: 50 por ciento más 30 por ciento, y no dejaban ver lo que ocurría adentro. La sección de revistas, desolada. Las antiguas mamparas en lugar de las novedades semanales o mensuales ahora, casi vacías, exhibían la basura de lo inútil, la memorabilia, las frazadas de franela, los audífonos inaudibles, las pelotas de ejercicio desinfladas, los backpacks que a la vuelta de una semana en el colegio serán carroña.  

La mesa de novedades –ese concepto inventado, precisamente, por cadenas como Borders para propiciar el gatillo lector y olvidarnos del antiguo librero-, vacías o con libros que dejaron de ser novedosos seis meses antes. Subí las escaleras eléctricas junto con otros tres que mejor que llamarlos clientes nombraré zombies. Todos éramos esa tarde muertos vivientes entre los escombros. Fui a la sección de vídeo con un único objetivo, encontrar la serie completa de David Simon filmada antes de The Wire, Homicide, a year in the streets, que buscaba con ahínco.  

Estaba allí, solitaria, en una vitrina, esperando que alguien la llevase consigo antes de perecer, arrojada a la basura. Le pedí a un insomne empleado que me la diese y me tuvo que acompañar a la caja, políticas de la empresa, me dijo, como si hubiese una empresa aún que lo sostiene a él, a la extinta cadena o al negocio en ruinas. 

Pagué. El café estaba no sólo vacío sino, tristemente, a remate. Todo, desde la máquina para expreso hasta las sillas o taburetes, en venta. Vi los precios: un sillón de piel costaba cincuenta dólares, la máquina de hacer jugo treinta. Una enorme licuadora industrial sesenta. El paisaje de la desolación. 

Si alguien desea algo de esa zona debe hablar con el gerente, me dijo la cajera. Pero sólo por no dejar, pues no mostré el menor interés por el mobiliario inútil. 

Enfrente de aquel Borders –que está cercano, por cierto, al ahora dudoso lugar donde inició el movimiento llamado Tea Party que hoy es también símbolo de lo más deleznable del capitalismo tardío-, hay una plazoleta curiosa con dos esculturas de bronce que muestran dos familias. Una rica y otra pobre. Desconozco el propósito estético o moral de colocar ambos monumentos contiguos. Se me escapa la sutileza. Un vagabundo joven, seguramente drogado, de sienta junto a mí y me señala la bolsa de Borders. Pienso que quiere ver su interior, así que le muestro mi hallazgo en DVD. Niega con la cabeza, quiere sólo la bolsa, que le doy sin chistar. Se la lleva, ignoro para qué propósito.  Ahora no hay prueba alguna de que dentro de esos tres pisos donde antes hubo al menos cincuenta mil libros y diez mil discos, haya algo que importe, sino la ruina de un pasado sobre el que vale la pena reflexionar. 

Primero fue Tower Records para el melómano la derrota del depositorio de su pasión. Cuando cayó el gigante, sin embargo, había trasmutado el consumo de la música de forma total. El invento de Steve Jobs, el Ipod –en todos sus formatos subsiguientes- produjo una revolución sin precedente que obligó a replantear la industria musical por completo. Hoy nadie compra un disco –algún joven, incluso, se preguntará qué demonios es eso-, sólo se descarga el fragmento, la canción que le interesa al consumidor y todo está listo. Según Alejandro Baricco porque no consumimos ya sentido, sino secuencias de sentido que producen movimiento. 

La industria editorial, sin embargo, pareció no darse cuenta que el consumo, distribución y edición del otro objeto de la ruina de Borders, el libro, ha trasmutado también por completo. Es cierto que el margen del mercado –entre el 35 y el 31 por ciento, según dicen– del libro digital no anuncia el final absoluto del libro analógico, impreso. Pero también es cierto que la librería física no es el lugar donde el lector va por sus libros: los pide por Amazon y le llegan a la comodidad de sus puertas. 

Cuando Borders y Barnes and Noble crecían monstruosamente se iban comiendo a su paso todas las pequeñas librerías, las independientes. El movimiento indi, sin embargo, permitió que algunas sobrevivieran. Y, quién lo diría, lo han hecho estando con vida cuando el gigante ha muerto.  Pasará lo mismo con el periódico. Se morirán los enormes, que sólo existirán digitalmente y se seguirán imprimiendo los pequeños periódicos locales y municipales, a veces sólo para que la gente, el domingo, recorte los cupones. 

¿Cuándo empezó todo esto? Algunos culpan a los últimos ejecutivos del conglomerado aduciendo que no debieron nunca sustituir al libro por la tienda de regalos en la que se convirtió. Otros dicen que fue tardía la transformación al libro y la librería digital. En el propio Barnes and Noble los stands de Nook –el equivalente al Kindle-, su lector electrónico te impide pasar, casi te dicen: aquí ya no queremos vender libros, sólo lectores para que usted lea en su casa, sin papel, sin molestarse de volver a venir. Los hay de todos colores y sabores, tamaños y texturas. 

Los agoreros de la muerte del libro, sin embargo, se equivocaron entonces. Las librerías independientes y Barnes and Noble sobreviven y los lectores siguen prefiriendo el papel a las versiones digitales. Hipócritas Lectores, ¿ustedes cómo leen? 

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