Elías Manjarrez
El tiempo es mudo, escurridizo.
Se esconde en el silencio de las periodicidades.
A veces lo vemos pasar tímido en los espejos, pero el día y la noche lo delatan.
La Tierra gira, y en ese movimiento vemos el despliegue del día y la noche. El planeta se traslada alrededor del sol, y percibimos las estaciones del año. También hay periodicidades menos visibles que acontecen más lentamente, como las eras glaciares, el cambio climático, o la mortalidad por contagios durante las pandemias. A este último tema regresaré al final.
Entre las periodicidades más visibles están los ritmos biológicos que experimentamos en nuestro día a día, como cuando vamos a dormir y despertamos, o sentimos hambre o sed. Las plantas, los animales y los seres humanos compartimos ritmos internos que varían al compás de la rotación terrestre. Nuestras células se amoldan a esa cadencia de 24 horas, conocida como “circadiana”, del latín circa, “alrededor”, y de diem, “día”.
La Tierra ya giraba antes de que surgiera la vida, y las células primitivas tuvieron que adaptarse a esa danza constante. A nivel molecular, los genes, esos pequeños fragmentos de ADN (véase artículo previo1), aprendieron a moldearse y a instruir a sus descendientes durante millones de años en el arte de llevar el tiempo como un reloj interno de 24 horas.
En 1729, el astrónomo francés d’Ortous de Mairan observó un fenómeno intrigante en una planta Mimosa pudica: cada noche, las hojas se cerraban, y al amanecer, se abrían. Sin embargo, cuando la colocó en un cuarto oscuro, la planta mantuvo su ciclo. Así concluyó que una entidad viva como la Mimosa poseía su propio reloj biológico, independiente de los cambios en la luz solar.
En el año 2017, los científicos estadounidenses Hall, Rosbash y Young recibieron el premio Nobel de Fisiología o Medicina por su investigación de los genes asociados a los ritmos circadianos. En su primer estudio, en las moscas de la fruta, encontraron un gen al que llamaron “periodo”, el cual controla cíclicamente la producción de una proteína que denominaron “PER”, la cual se acumula en las células durante la noche y se degrada durante el día. Ello reveló los mecanismos moleculares que controlan este reloj genético de 24 horas en humanos y otros organismos multicelulares.
Hall y Rosbash encontraron que el incremento en los niveles de la proteína PER bloquea la actividad del gen “periodo”, como en un circuito de retroalimentación inhibitorio, y de manera cíclica auto sostenida. Posteriormente, Young descubrió otro gen, al que llamó “timeless” o “perpetuo”, el cual produce una proteína a la que denominó TIM; ésta se une a la proteína PER.
Ahora sabemos que ese reloj, hecho de genes de la familia PER y de otros genes similares, funciona automáticamente y ayuda a regular los patrones de sueño, alimentación, liberación hormonal, presión sanguínea y temperatura corporal. Es por ello que un desfasamiento crónico entre el periodo de sueño y el ritmo dictado por el reloj genético puede incrementar el riesgo de estrés oxidativo y la aparición de diversas enfermedades, incluido el cáncer.
Otra periodicidad que surge de la rotación y traslación de la tierra alrededor del sol es la oscilación cíclica de la temperatura en la superficie terrestre, por lo que no solo los seres vivos tienen ritmos circadianos, sino que la tierra también experimenta sus propios ciclos térmicos. Por lo tanto, una afectación de ambas oscilaciones periódicas puede llevar a estados de disfunción de los organismos celulares o del planeta. La fragilidad humana comparte, así, mucho con la del planeta que habitamos.
De hecho, en el año 2021 el japonés Manabe y el alemán Hasselmann recibieron el premio Nobel de Física por demostrar que el incremento de dióxido de carbono en la atmósfera, consecuencia de las actividades humanas, aumenta a su vez la temperatura terrestre. Este hallazgo revela la fragilidad de los cambios cíclicos de temperatura de la superficie terrestre y del calentamiento global.
Finalmente, otra periodicidad que quisiera comentar aquí es la del número de muertes que ocurrieron durante la pandemia Covid-19, desde enero de 2020 hasta marzo de 2023. Dicho ciclo de las olas de mortalidad durante la pandemia es muy lento comparado con el de los ritmos circadianos, pero está en el rango temporal de las variaciones de temperatura climática de las estaciones del año.
En agosto de 2024 publicamos en Heliyon de la editorial Elsevier2 el descubrimiento de dos frecuencias dominantes en la mortalidad global por Covid-19: una ola cada 10.4 meses y otra cada 4.4 meses. El análisis de índice de similitud del coseno indicó que estas dos olas de mortalidad fueron muy similares en la mayoría de los países. Curiosamente, tales olas coincidieron con los periodos vacacionales, cuando la interacción social fue más intensa. Los países con estrictas normas de aislamiento o menor densidad poblacional mostraron patrones menos regulares y menos muertes.
Semejante análisis ofrece a las futuras generaciones información valiosa para afrontar posibles pandemias de dimensiones similares. Los gobiernos de los diferentes países podrían poner en marcha medidas de aislamiento, u otras medidas de protección, en esos dos periodos críticos y así evitar un alto número de muertes, como ocurrió en la pandemia Covid-19.
Algo común entre dicha pandemia y otras, como la peste negra o la gripe “española”, es la asociación del alto número de muertes con el incremento de la interacción social de grandes poblaciones de individuos, como se explica enseguida.
En la peste negra, el punto máximo de muertes ocurrió entre los años 1347 y 1353. Esta pandemia empezó en Asia para propagarse por Europa por medio del comercio en la ruta de la seda, que tuvo su auge gracias al avance de las técnicas de navegación y de la construcción de barcos de gran tamaño. También se ha especulado que la guerra de los 100 años de 1337 a 1453 pudo haber detonado los contagios por la alta interacción social insalubre durante los inicios de la guerra y el uso de barcos que transportaban combatientes enfermos.
De manera similar, la gripe “española” de 1918 se asoció con un crecimiento de la población mundial derivado del progreso económico, tecnológico y de medios de transporte de la segunda etapa de la revolución industrial de 1880 a 1914. Curiosamente, así como la peste negra, esta pandemia también tuvo como detonante otro conflicto de grandes dimensiones, la primera guerra mundial, que inició en 1914 y finalizó en 1918. Se especula que no inició en España, sino que la alta interacción social entre las tropas de varios países al final de la guerra fue lo que propagó la enfermedad a nivel mundial.
Estas comparaciones nos muestran que los agentes infecciosos encuentran su cauce en la periodicidad de la cercanía humana. Por lo tanto, es tentador especular que, así como la de Covid-19, otras pandemias históricas siguieran ciclos de mortalidad con picos asociados a la interacción social en sus respectivas épocas.
En conclusión, las periodicidades más íntimas de nuestros relojes genéticos, los ciclos de temperatura de la superficie terrestre, y las periodicidades de la interacción social humana durante las pandemias comparten una vulnerabilidad ante el desequilibrio. Tal vez porque son ecos de un mismo latido planetario, tan frágil como resistente.
Garantizar ese equilibrio con nuestros estilos de vida saludables y nuestras acciones responsables sobre el planeta es, quizás, la mejor forma de sincronizarnos en armonía con el devenir del escurridizo tiempo escondido en el silencio de las periodicidades.
Referencias
Manjarrez E (2024) “Premio Nobel Medicina o Fisiología 2024. Microrealidades”. Mercurio Volante, 11 octubre 2024.
https://hipocritalector.com/elias-manjarrez/premio-nobel-medicina-o-fisiologia-2024 micro-realidades/
Manjarrez E, Delfin EF, Dominguez-Nicolas SM, Flores A (2024) “Power spectral density and similarity analysis of COVID-19 mortality waves across countries”. Heliyon. 10(15):e35546. doi: 10.1016/j.heliyon.2024.e35546. https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S2405844024115770
ELíAS MANJARREZ
Profesor investigador titular, responsable del laboratorio de Neurofisiología Integrativa del Instituto de Fisiología, BUAP. Es físico de formación, con maestría en fisiología y doctorado en neurociencias. Obtuvo su doctorado en el departamento de Fisiología, Biofísica y Neurociencias del Cinvestav.
Sus líneas de investigación están enfocadas a entender propiedades emergentes de ensambles neuronales en animales y humanos. Es pionero en el estudio de la resonancia estocástica interna en el cerebro, la propagación de ondas en ensambles neuronales espinales, la hemodinámica funcional de las emociones, así como de los mecanismos neuronales de la estimulación eléctrica transcraneal. Recibió el Premio Estatal de Ciencia y Tecnología del CONCYTEP y ha recibido el premio Cátedra Marcos Moshinsky. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel 3.