Conocer el mundo supone, en un primer momento, una ilusión en ocasiones plena de esperanza. Uno imagina ser parte de él, darle algo de uno mismo y participar (aunque sea de manera muy leve) de su transformación. Pero en algún momento llega el golpe. Seco, bien abrupto y definitivo. Y deja a la persona sola, sin apoyo, sin red. Cuando uno quiere compartir la experiencia, quiere contarla como una anécdota, las respuestas son pocas las que consuelan:” así es la vida que lloren en su casa antes “que lloren en la mía”. Frases que parecen de sabiduría popular, pero que normalizan la agresión como forma de sobrevivir. Quien las dice, ya no tiene la templanza necesaria para convivir o fue educado para responder siempre con el primer golpe. En ambos casos, uno termina rodeado de personas que, alimentadas a partir de frustraciones sin resultados, se agarran a cualquier migaja de poder y no dudan en usarlo para humillar a otro.
He observado este patrón, y no sólo lo he percibido en maestros, en funcionarios, en policías de villa…, en los profesionales de los mil oficios. También he estado cara a cara con una gente obsesivamente empeñada en ejercer, por escasa que sea, aun en su mínima expresión, la tiranía sobre lo que les rodea.
Cuando leí a Rousseau confirmé una deducción: el poder verdadero bien puede estar reservado para aquellos que logran vencer sus componentes primarios, el poder tendría que estar reservado, en el que gobierna el territorio de la virtud, pero no sólo ética, también psicológica. En un mundo sobresaturado de ideologías de usar y tirar, donde la moralidad parece material fácilmente burlado, ser verdaderamente virtuoso es un triunfo individual, solitario, casi heróico.
Mi propia educación se produjo entre los dos extremos. Por un lado, había un padre idealista, casi quijotesco, con una visión del mundo tan cartesianamente ideal que sus visiones utópicas, pero también había ahí otro cuestión en lo que se refiere a la fortaleza, un temple, un corazón al que no le queda más remedio que mostrar el camino de la rendición. Ayudar, extender la mano, trabajar para el interés común, no tendría que ser pecado…; y en ocasiones lo parece. Pero existen circunstancias donde la lógica, el diálogo y la coherencia es un acto de rebeldía absoluta y hay que ser severamente repudiado por aquellos que no compaginan, y donde todavía sobrevive la actitud del medievalismo.”
Donde hay comentarios que helan la sangre.
Un profesor a quien hasta ese momento tenía como una persona de vocación y paciencia, por ende admiración, salían frases como “a ustedes sí les voy a echar la mano, pero a la pendeja de Fernanda ¡me la chingo, por grillera!”. Unas palabras que revelan no sólo la carencia total de ética profesional, sino que también delatan algo más profundo, algo más propio: la escisión del alma de quien ya no distingue entre enseñar y vengarse. Esa doblez —la erudición por un lado y la crueldad por el otro, la mezquindad en el pasillo— es más común de lo que parece. Hay espacios que parecen tierra de nadie, donde la ley o la fuerza del más “cabrón” es la única que prevalece. Otros son como el far west, donde el cacique del pueblo marca sus propias reglas inalcanzables y decide quienes son dignos de respeto y quienes son para aplastarse.
Es por ello que uno se puede preguntar: ¿de dónde brota esa pulsión humana hacia dañar al otro? ¿Qué hay en nuestro ADN que vuelve el resentimiento en una forma de poder, y la agresividad llega a convertirse en una herramienta de autoridad?
No hay que luchar todas las batallas y hay guerras que se ganan sólo sabiendo cuándo hay que dar un paso atrás. Pero al final, se reduce todo a carácter. A la capacidad de mantener la dignidad propia sin perder la del oponente, saber, que el poder más difícil —que es por eso el más valioso de todos— es el que se ejerce con templanza, integridad y humanidad.