Había quedado con mi entrañable amiga Cristina para tomar un café en el centro de Puebla. Al llegar al Carolino, descubrí que se celebraba la Feria Nacional del Libro (FENALI). Decidí entrar al antiguo edificio, movida por una necesidad urgente: buscar un sanitario.
Al cruzar la puerta, un aroma inconfundible me envolvió de inmediato: tinta, papel, historia. Ese perfume que los libreros de verdad —los que han hecho de los libros una extensión de su cuerpo— reconocen sin vacilar. ¿Por qué libreros de verdad? Porque hace tiempo dejé de asistir a estos eventos, plagados de egos frágiles y máscaras que simulan una intelectualidad forzada. El gesto, la pose, el discurso impostado… Todo eso me aburre profundamente.
Seguí por el pasillo trasero. El aire se impregnaba del aroma a antes descrito, que poco a poco se mezcló con el petricor: esa fragancia que anuncia una torrencial lluvia, que minutos después llegó. Y entonces, como si el tiempo se quebrara, me sentí transportada. Una ráfaga de memorias se agitó en mi pecho; esa sensación aguda y honda, que se instala justo en la boca del estómago. Familiar, pero lejana.
Cuando niña, admiraba profundamente a un hombre que para mí era una fuerza de la naturaleza: seguro de sí mismo, educado, culto, con modales impecables y una personalidad arrolladora. Dirigía una empresa que requería de su atención constante, y lo hacía con una elegancia que desbordaba inteligencia. Yo tenía apenas seis años cuando comenzó a invitarme a trabajar con él en sus librerías. ¿Qué podía hacer una niña de esa edad? Embolsar libros con delicadeza, quizás. Pero lo que realmente hacía era seguirlo como una sombra, intentando absorber su esencia, comprender su mundo, aprender de él. Queriendo en un futuro proyectar un poco de la esencia que él me transmitía, ésa misma fuerza que irradiaba cada vez que hablaba, que se movía, que sonreía.
M.—así lo llamaré por ahora— lo fascinaban los niños. Siempre juguetón, siempre amable. Me hacía preguntas que me dejaban paralizada, no por miedo, sino por la sorpresa de lo que una pregunta suya podría evocar en mi interior, y es que, ¿cómo sostener una conversación?, con tremendo personaje. Éramos dos seres de planetas distintos: yo pasaba los días en una escuela que no me gustaba, con dificultades académicas, salvada apenas por el recreo y la clase de educación física, donde solía destacar, y ponía parte de mi creciente pasión por algo. Al salir de clase, regresaba a la casa que compartía con Tere y Magda, dos mujeres miserables y analfabetas funcionales, a quienes hoy, agradezco, pues a través de sus interminables maltratos físicos y psicológicos, descubrí mi fuerza. Ellas, tías consanguíneas —la primera más tirana que la segunda—, fueron las grandes antagonistas de mi infancia. Pero sin saberlo, me empujaron a encontrar una resiliencia necesaria.
Esta historia continuará.