Romina Bustos llegó a mi vida en un momento en el que creí que lo tenía todo.
Apareció como surgen los amores a primera vista: de repente. Ella venía de la Ciudad de México. Yo vivía una temporada en Huauchinango. Llegó con un grupo de antropólogos que iban a fundar la Unidad Puebla de Culturas Populares de la SEP. Los conocí a uno por uno. Al llegar a ella me quedé hechizado.
Romina era lingüista egresada de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), pero tenía novio y estaba por casarse. Algo más curioso todavía: era dueña de un kínder.
Su perfil no encajaba con la moda hippie que inundó a la ENAH por esos años. Al contrario: parecía salida de la escuela de actuación de Televisa. Ya se sabe: ojos brillosos, dulces. Labios rojos y carnosos. Rostro de ensueño. Su manera de vestir era totalmente ajena a la mezclilla y a los morrales de la época. Incluso hablaba dulcemente. Pero al hablar dejaba ver una inteligencia clara y serena. Esa paradoja fue la que me conquistó.
Empezamos a vernos de manera natural. Y, en consecuencia, empezó a ponerme nervioso desde el primer momento. Ella lo notaba y abusaba de eso. Un día, por fin, iniciamos una relación. Habíamos hablado horas enteras de música, poemas, historia y algo de filosofía. Estábamos en mi pequeña casa de Corregidora. De pronto, en un momento, algo nos acercó.
Al principio buscamos ocultarlo. Tiempo después, fue inútil esconderlo. Teníamos algo y lo sabíamos. Y más: lo disfrutábamos. Recuerdo un viaje a Pahuatlán. La noche antes de salir, durmió en mi cama. Hicimos el amor cuidando hasta las últimas reglas gramaticales. Descubrí que algo más que el deseo me había llevado hasta su cuerpo. Una voz dulce —la de ella— coronó mis sueños más felices.
Ya en Pahuatlán, comimos y bebimos, y terminamos charlando con Juan Manuel García Castillo, convertido en ese tiempo en un joven e inteligente presidente municipal. La neblina envolvió todo. Y así nos fuimos a dormir. Romina Bustos con Paula Vicente, una maravillosa profesora originaria de San Pablito. Yo, con el recuerdo de una lingüista que se sabía de memoria el ABC del corazón. Paula salió muy temprano del Hotel San Carlos y yo logré meterme en la cama de mi amada. Hicimos el amor, como la noche anterior, cuidando las sílabas, los fonemas y hasta los pliegues más oscuros de la semántica y la semiótica.
Las semanas corrieron. Un día terminamos por una de esas estupideces que a veces aparecen en la vida. Entonces me dijo que se casaría con su novio de muchos años. Pensé que no lo haría. Su boda me dejó una enseñanza: nunca tientes a la lingüística porque un día terminarás como Nebrija, autor de la primera gramática castellana: acusado de no tener la sangre limpia.