Debajo del fresno está mi madre
sonriendo o fumando,
o fumando mientras sonríe.
Está mi madre en su perfecta altura,
con sus manos cálidas que resolvían el mundo.
No está mi padre junto a ella,
como lo estuvo siempre,
toda la vida,
hasta que ella murió
para irse a vivir de tiempo entero
a ese fresno debajo del cual fuma un cigarro
con una sonrisa francamente
encantadora.
*
Mi madre murió un día que Dios estaba ciego.
Fue una muerte fulminante.
Ella dormía después de haber comido.
Mi padre veía televisión.
Despertó sobresaltada,
presa de vómitos y mareos.
Quiso hablar, pero no pudo.
Una voz diferente la asaltaba.
Una voz gutural, difusa.
La voz de los que están muriendo.
A trescientos kilómetros de distancia la escuché.
“Aguanta, mamá”, le dije.
No pudo.
Iba en tránsito a su muerte cuando habló
conmigo.
Mi padre se quebró en esos momentos.
Quiso aguantar.
Tarea imposible.
Cuando llegué a su casa
ya era un saco de papas que se caían en el abrazo.
No dejaba de llorar.
Estaba solo, a oscuras,
encerrado en el cuarto donde durmieron muchos años. También su voz era distinta.
Su cuerpo había perdido peso y estatura.
En menos de dos horas envejeció
una docena de años.
*
Mi madre leía el café y descubría
el mal de amores de sus clientas.
“Aquí veo una letra. Es una eme.
¿Manuel, Mauricio, Mario?”
Algunas veces vio la muerte dibujada en el fondo de la taza.
Palidecía.
Evitaba ser la vocera de las muertes ajenas.
No pudo ver la suya.
Tampoco ella la vio
llegar.
*
Mi madre murió una noche de lunes.
A la hora en que las familias se van a la cama.
A la hora de las telenovelas.
Mi madre murió durante el sueño
o despertó para morir.
Unos minutos bastaron.
Dormía en un sillón de la sala.
El sillón de sus siestas cotidianas.
Ella que todo lo sabía
no supo que había
muerto.
*
En esta fotografía no está mi madre.
Hay un cielo aparente,
nubes, estrellas, un avión que pasa detrás de un edificio.
Un dibujo surrealista.
¿O mi madre es esa luna
que le da sentido al caos?