Estamos en la casa de los Zegbe, en el Portal de La Barata y El Paje. Ahí están, sobre las camas y la alfombra, mi tía Coquis, mi mamá —también llamada La Chata—, mi papá —sonrisa abierta para siempre—, Yolanda y Emita, Ivonne Farjat, Odette, Suraya y alguien más que no alcanzo a distinguir. Mi mamá les lee el café turco en tacitas de porcelana, mientras de una consola Stromberg Carlson sale la voz de Los Picolinos cantando “Yo, tú y las rosas / yo, tú y los amores”.
Son los años sesenta.
La neblina cruza el jardín como Amparo la Cebollera por su casa. Yo estoy con mis hermanos esperando que a las Zegbe se les ocurra pedir la cena con Columba.
Desde que venía en el ADO, proveniente de la ciudad de México, no hacía más que pensar en lo que iba a pedir: una de enchiladas con un huevo cocido, unas tostaditas y un pedazo de cecina. No. Mejor una orden doble de enchiladas con su huevo cocido, unos molotes y una patita de puerco. O cueritos. Y una Chaparrita del Naranjo. De piña. O de naranja.
Mi mamá les lee el futuro a sus amigas y ellas le responden emocionadas: “¿qué más ves, comadre, qué más ves?”. Yo, en cambio, el único futuro inmediato que tengo en mente es bajar a cenar con Columba y jugar al Ferruco con mi Mamá Guillitos.
Sigiloso, camino por el amplio corredor, enorme, de las Zegbe y de reojo veo caminando a su tío Tonche. Ahí está Anita Sanén, dulce y a la vez severa, dándole instrucciones a Panchita o a Tomasa, como quiera que se haya llamado alguna vez la cocinera de la Casa Zegbe. Anita me ve y me pregunta por su comadre Chata. Yo respondo desde mis balbuceantes nueve años: “les está leyendo el café, Anita”. Entonces me atrevo a pedirle su teléfono Erickson negro: el uno cero tres, antes de que llegara el dos cero y mucho antes del siete seis dos cero. “Tómalo, mijo”, me responde Anita y sigue dando instrucciones a Pancha o a Tomasa o a Encarnación.
Le doy vuelta a la manija y la voz de una mujer dice dulcemente: “Operadora”. Yo balbuceo de nuevo —me la pasaba balbuceando—. “Este, este, me comunica por favor al uno siete siete”. A los treinta segundos contesta mi Mamá Guillitos con su voz entrañable y le digo que si por favor viene por mí para ir a jugar al Ferruco.