Soy de una generación que creció oyendo a los tíos hablar de “canchas reglamentarias” (en referencia a las adolescentes), Casa Chica, “detallito”, “segundo frente” y otras lindezas.
Mis primos, por ejemplo, se estrenaban sexualmente en burdeles de poca monta. Y siempre de la mano de mis tíos.
Ellos eran quienes los llevaban después de charlas relacionadas con “ya estás en edad de merecer”.
Sus experiencias, casi siempre, fueron traumáticas.
A uno de ellos lo llevaron al callejón de la Segunda Calle de la Soledad —en pleno barrio de La Merced—, a unos pasos de Coto y Compañía.
Dice que llegó con su papá —que era muy popular entre las prostitutas— y que, a los pocos metros, respondió la tradicional pregunta: ¿Cuál de éstas te gusta, hijo?”.
Las señoras, en tanto, vestidas como Sasha Montenegro —vestido entallado sin brassier, liguero visible, medias de cuadritos—, los miraban con el consabido “vamos al cuarto, papacito”.
Y, en efecto, mi primo fue llevado a un cuartito por una mujer parecida a Carmen Salinas en su célebre papel de La Corcholata.
El diálogo —siempre según la versión de mi primo— fue más o menos así:
—¿Eres quinto, papi?
—Sí.
—Qué rico. Te va a gustar. Tú tranquilo. ¿Quieres una chupadita para que te relajes?
A los dos minutos mi primo ya se había “estrenado”. Y anduvo con cierto ardor los días siguientes. Pero no un ardor sexual. Un ardor de gonorrea mezclada con ladillas. Todo se arregló con una dosis de ceftriaxona, administrado por inyección, y con azitromicina oral (Zithromax).
—¿Te enamoraste de la señora? —le pregunté cuando me contó su primera vez.
—Un poco.
—¿Cómo se llamaba?
—Idolina.
(Así se llamaban las prostitutas humildes en los nacientes años setenta).
—¿Se besaron?
—Al final me dio un beso.
Sobra decir que mi tío empezó a presumirlo en las mesas familiares.
—Pepe ya es un hombrecito. ¿Verdá, mijo?
—Sí, pa — respondía el gonorreico con una mirada que reflejaba cierto ardor del alma y de las partes blandas.
Fitis ritis in mermerus, locutus aproni