Nací en la calle Corregidora, en el sanatorio del doctor Carlos Cuervo. La humedad tocaba mis bronquios de tal manera que el doctor Arnulfo Giorgana terminó siendo mi médico de cabecera. Todo el tiempo estaba enfermo, y mi mamá me tronaba todo lo que había que tronar para curarme.
Doña Eva, por ejemplo, me sopló la mollera recién nacido para que mi cráneo no fuera a desfondarse. En realidad la mollera es un conjunto de espacios membranosos que se halla entre los huesos del cráneo. A veces la mollera se inflama o está caída, o de plano se hunde. Por eso doña Eva me soplaba y me untaba saliva para que me curara. Y combinaba rezos con salmodias de magia blanca.
Su saliva no fue la única que me untaron. Amparo la Cebollera me untó la suya cada vez que me hacía ojo. O así le decía a mi mamá para llenarme de saliva cuando yo estaba aún en brazos.
“¡Ay, chatita, ya le eché la sal a tu chamaco! ¡Le voy a untar saliva para que no se te vaya a enfermar de ojo” —decía desde su sombrero, sus huaraches y la canasta cargada de limones para la rabia.
El Huauchinango del que hablo es el de los años cincuenta, cuando la neblina se quedaba meses enteros en el pueblo y sólo se oían las botas de El Charro, el esposo de doña Eva, caminando hacia su casa. Yo, mientras tanto, dormía en la panza de mi Mamá Guillitos o moría de fiebre por la gripa que no me dejaba en paz.
Cuando eso sucedía, el doctor Giorgana se despertaba en su casa de Santos Degollado y acudía a mi auxilio. Siempre estuve enfermo de niño. No le daba reposo a mi madre. Y sólo me curaba cuando me llevaban con la Doctora Corazón, llamada Olga, que atendía en la Ciudad de México.
A mis pocos años me dio hepatitis, sarampión, mal de ojo, calentura, hipo, empacho… Era más débil que mi tía Chuchi, la hermana menor de mi papá, que padeció tiroides desde niña. Por eso era puro hueso y puro corazón. Mi tía fue una niña eterna y siempre jugaba a las muñecas con mis primas. Nunca embarneció como sus amigas de la primaria, quienes se llenaron de carnes voluptuosas. Ella se quedó a vivir el sueño de la infancia.
De niño yo tenía una pesadilla recurrente: un huarachudo —como el que se le aparecía a mi prima Lori— me perseguía por bosques oscuros y calles llenas de neblina. Yo corría asustado, muerto de miedo, y a veces despertaba a mis papás con mis chillidos. El doctor Giorgana le dijo a mi mamá que tenía pesadillas debido a que mis anginas estaban inflamadas. Varios años pasaron para que en el Hospital Infantil, de la Ciudad de México, me las cortaran para siempre por indicaciones de mi tío Melchor.
Lo único que me importaba a mis siete años era el amor de mis padres y de mi Mamá Guillitos. En ese mundo, por cierto, también cabían las enchiladas de Columba y doña Güicha, los tacos de Chenito y el primer beso que me dio Adita Chequer, hija de don Carlos y de doña Rosario Mencarini: una robusta señora de origen italiano que era vecina nuestra en un conjunto de departamentos ubicado en la calle Guerrero.
Ahí, en la escalera de ese lugar, una noche que comíamos pan con nata, la dulce Adita y yo nos dimos un beso que inauguró una etapa brutal de mi niñez. Ahí mismo, pero un año después, mi vida dio un giro inusitado. Digamos que mi concepto de la amistad nació la tarde en la que corrí a Toñito Navarro de mi fiesta de seis años de edad.
Yo estaba vestido de charro cuando llegaron Toñito y su mamá. Corrí al portón de entrada y le pregunté por mi regalo. Toñito me miró como miran los niños de seis años: entre sorprendido y asustado.
—No traje regalo —dijo desde un abrigo gris tomado de la mano de su madre.
—¡Entonces no puedes entrar! —cerré la discusión.
Y me regresé donde estaban los niños que sí habían llevado regalos. Toñito Navarro y su mamá caminaron rumbo a su casa invadidos por una tristeza milenaria, similar a la neblina que cubría las calles de Huauchinango en los años sesenta.
Al enterarse del agravio, mi mamá corrió detrás de ellos. Los alcanzó y los convenció de volver sobre sus propios pasos. La mamá de Toñito se parecía a la actriz Irasema Dilán. Era alta, delgada, rubia. (“Ojos inusitados de sulfato de cobre”, diría el poeta). Entraron a la fiesta, pero ya nada fue igual. Algo se había roto entre Toñito Navarro y yo. Esa noche, inconscientemente, hice mi primer razonamiento sobre la amistad.
Muchos amigos he ganado desde entonces. A algunos los perdí en el camino. Otros más me perdieron a mí. Con varios logré rescatar conversaciones interrumpidas por los vaivenes del tiempo o de la adicción política, que es como esa neblina de los años sesenta en Huauchinango. Varios optaron por arribar a ese estado opuesto a la amistad: la enemistad. Y desde ahí han alimentado odios abiertos, pero oscuros.
Yo me quedo con Toñito Navarro y su hermosa madre. (Siempre los veo en mis sueños, perdiéndose en las calles llenas de neblina del Huauchinango de los años sesenta). A Toñito Navarro —y a nuestra amistad interrumpida— es a quien dedico estas palabras.