El de la Cheyenne roja se puso detrás de mi auto y encendió las luces como diciendo “¡hazte a un lado, pendejo!”.
Iba a hacerlo, cuando aceleró peligrosamente. Estaba a tres centímetros, o dos. En el retrovisor vi un rostro furioso que gesticulaba. Logré hacerme a un lado, y me rebasó casi rozándome.
Se fue por la Tlaxco-Tejocotal violando los límites de velocidad y rebasando a otros a los que les echaba las luces como diciendo “¡hazte a un lado, pendejo!”. Olvidaba decirlo: tenía placas de Tlaxcala.
Todos los que se pasan por el arco de la vida los límites de velocidad en Puebla traen placas de Tlaxcala. Y no es que todos los tlaxcaltecas manejen mal —aunque sí una buena parte de ellos. Lo que ocurre es que las cámaras que imprimen las foto multas nada pueden contra las placas foráneas.
No dudo que Fernando Treviño —empleado de empresarios que se auto denomina empresario— traiga placas de Tlaxcala. Bernie Fernández seguro también las usa. (Fuera del penal). Pensemos en los señores del Yunque, que tantas trampas han hecho en Puebla. De Herberto Rodríguez a Gerardo Navarro, todos deben traer placas de Tlaxcala. Qué orgullo.
Uno de ellos, una tarde de comida, se ofreció a tramitarme unas. Dijo que era amigo de un señor que se llevaba muy bien con un empresario muy cercano a la gente de Finanzas. Te las consigo gratis, ofreció. Pensé en decir que sí, que no estaría nada mal, que de esa manera ya no tendría que pagar tanto dinero por las foto multas.
Pero algo se movió dentro de mí y dije que no, gracias, que si se ofrecía lo buscaría. Jamás lo hice.
Al despedirnos, vi que su camioneta Cadillac traía placas de Tlaxcala. No volví a comer con él. Olvidé decir que, antes de todo eso, noté que sostenía un rosario en una mano. (Con la otra sostenía un vermú). Y mientras yo hablaba, él, con los ojos semi cerrados, murmuraba algo. Está rezando, pensé. Seguí hablando —creo que de monsieur Bartlett— para darle tiempo a que terminara su Santa María, madre de Dios, ruega, señora, por nosotros…
Cuando volví a mi casa, en el camino, pensé en ese buen samaritano que actúa como uno de los mercaderes a los que Jesús corrió de su templo. Roba con la mano con la que no sostiene el rosario, deduje.
Los santos barones poblanos son todos así. Su doble moral es emblemática. Con Bartlett, por ejemplo, hicieron negocios sucios y recurrieron a factureras, pero no hubo un solo domingo que no fueran a misa. Cuando se convierten en alcaldes o en funcionarios de Obras Públicas siguen yendo a misa con sus buenas familias samaritanas. Pero no dejan de robar.
Van a escondidas a los tables a hacer sus cochinadas. Ignoran que Dios, que todo lo ve, también los ve a ellos en la porqueriza. De hecho, sus esposas saben que son unos puercos, pero los perdonan en nombre de la unidad familiar. Más de una ha descubierto en sus calzones el rojo carmesí del fornicio.
Regreso al de la Cheyenne roja con placas de Tlaxcala. Casi llegando a la desviación a Apizaco lo encontré destrozado. Había chocado contra un tráiler que se quedó sin frenos. (¿Por qué todos los tráilers se quedan sin frenos?). Habías mucha sangre, algunos dedos regados en la autopista, un reloj de marca (pero falso), un ojo y muchos sesos. Supuse que estos últimos eran del de la Cheyenne roja porque el chofer del tráiler estaba sangrando, pero estaba entero. Muy golpeado, pero entero.
Imaginé al de la Cheyenne roja queriendo rebasar al grito de “¡hazte a un lado, pendejo!” en el momento justo en que fue arrollado por el tráiler sin frenos.
Qué dolor, qué dolor, qué pena.