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jueves, noviembre 21, 2024

Retrato de un anciano apellidado Echeverría

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Mi tío Melchor siempre presumió que Luis Echeverría Álvarez era su amigo. “Estudiamos juntos en la UNAM”, decía al tiempo que flotaba una contradicción evidente: Echeverría era abogado y mi tío era médico. Y, aunque hubiesen estudiado juntos en Ciudad Universitaria, no se concibe que un abogado pueda ser amigo de un médico.

Sé que los abogados o los médicos que lean estas líneas encontrarán estúpida mi aseveración. Lo cierto es que en mi cabeza de estudiante de secundaria sólo cabían las amistades entre pares. Los médicos se llevaban con los médicos. Los abogados hacían compadres a los abogados.

Pero, además, mi tío Melchor era un poco mentiroso. Ya he contado aquí cuando tres días después del asesinato de Kennedy hizo como que salía corriendo a Dallas a auxiliar a su amigo el presidente de los Estados Unidos de América.

En todas las mesas, mi tío Melchor defendía a Echeverría y a Díaz Ordaz. Juraba que eran unos patriotas por defender al país de la oleada comunista. Con voz grave, defendía a los militares que habían enfrentado a los hijos de Lenin y Stalin en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Yo lo veía desde mis doce años como se mira a un prócer.

El tiempo pasó. Supe del golpe a Excélsior porque a mi corta edad empecé a leerlo. Me indigné en su momento porque otro tío mío —mi tío Jorge— decía, medio ron Batey de por medio, que el que a los veinte años no es comunista era un pendejo. Pero era más pendejo, juraba, el que a los cuarenta años no era capitalista.

No fui en su momento ni lo uno ni lo otro.

Cuando José Luis Cuevas se despidió de México con una exposición en el Museo de Arte Moderno invitó, faltaba más, a Echeverría. Lo acompañó también su compañera María Esther Zuno. Todos los intelectuales de México en esa época, salvo Octavio Paz, amaban a Echeverría. Carlos Fuentes, por ejemplo, decía que el presidente era la alternativa frente al fascismo. (Con el tiempo seguramente entendió que Echeverría era la personificación del fascismo).

Cuando llegué al Museo me topé de frente con la compañera María Esther, quien me conminó a saludar de mano al presidente. Lo hice por ósmosis. Porque sí. Porque no saludar al presidente cuando la compañera María Esther te lo pide era un acto fascista.

(Dos minutos después me muté en un cenecista puro. O en un miembro del Sector Popular).

Al momento de estrecharle la todopoderosa pero huesuda mano, la compañera gritó que conmigo éramos diez millones de mexicanos los que habíamos saludado de mano —oh, sí— al presidente Echeverría.

En ese momento estuve orgulloso de ser el mexicano diez millones. Hoy que Echeverría cumple cien años de edad tengo mis dudas.

Siento que hay un Echeverría detrás de cada tío Melchor. Ellos, tan adustos, tan de lentes, no nos dejarán mentir. Manuel Bartlett, por ejemplo, es un ejemplo acabado de don Luis. Ambos son pura mandíbula, puro lente, puro esternón mexicano. Sólo se doblan para ir al baño.

Imagino al presidente a sus cien años. ¿Cómo serán sus heces fecales? ¿De qué color? ¿Su orina será como una sidra de Huejotzingo echada a perder? ¿Sabrá en qué día vive?

Lo imagino viendo eternamente la tarde como un buen semoviente . O el anochecer. O la mañana sin fin. No creo que a los cien años hable con alguien. Si acaso murmurará para sí algunas frases.

¿Recordará a Díaz Ordaz o a los estudiantes masacrados en Tlatelolco? Tampoco lo creo. Con la edad, faltaba menos, se olvida todo.

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