Mi Mamá Guillitos, mi abuelita materna, era profesora en una escuela de Necaxa, hacía el mejor café de Huauchinango, cocinaba como reina y ponía las inyecciones más sutiles y menos dolorosas.
También mataba guajolotes y gallinas con un arte parecido al de Aura —o Consuelo Llorente—, de Carlos Fuentes.
Ella era alta, blanca, y caminaba con una rectitud admirable. No se encorvaba ni cuando aplanaba la masa para los tamales en un metate milenario. Tenía una voz de mando indudable que mucho le debía a sus apellidos: Vite y Picazo.
Me encantaba ir a verla en las vacaciones escolares de dos meses. Disfrutaba sus relatos y sus guisos. Íbamos a jugar al Ferruco y a comer enchiladas de Columba en el portal Juárez, de Huauchinango. Y qué decir de las telenovelas que íbamos a ver a la casa de doña Leonor Farjat en su televisor Stromberg Carlson. La jornada empezaba con una telenovela, en blanco y negro, de los años sesenta: Corona de lágrimas, con doña Prudencia Grifell en el papel de doña Refugio o doña Cuca: una madrecita sufridora —anciana, pobre, viuda, hábil para la lágrima— con tres hijos buenos para nada.
Mi Mamá Guillitos y doña Leonor lloraban juntas, tomadas de la mano, por las injusticias que enfrentaba doña Cuca. Compartían los kleenex con gran camaradería al tiempo que decían, casi a coro: “¡Pobre madre! ¡Qué dolor!”. Creo que ahí tuve mi primer curso básico de melodrama y lágrimas de cocodrilo. Y es que yo, insulso niño sin los sentimientos de ellas, acompañaba su doble llanto simplemente por convivir.
Otra telenovela que impactó mi infancia fue Gutierritos, con Rafael Banquells en el papel de un mediocre oficinista —un Godín de la época— que escribía novelas a la García Márquez en la clandestinidad.
Gutierritos también hacía llorar a mi Mamá Guillitos y a doña Leonor con singular tristeza. Qué mejor ejemplo de la solidaridad que el llanto vespertino frente a la televisión. Esa bonita costumbre, por cierto, se rompió desde hace décadas.
Una vez terminada la sesión diaria —de lunes a viernes—, acompañaba a mi abuelita a la panadería. No dejaba de comentarme en ese lapso algunas historias familiares que eran casi idénticas a las que protagonizaba doña Prudencia Grifell.
Una noche, ya en casa, tocaron a la puerta. Era Celeste, el sueño húmedo de mi primera infancia. Era una adolescente rubia —o güera de rancho— que vivía a unos metros de la casa. Sus piernas, su cuello y sus labios me tenían loco. Pero no era la mía una locura lujuriosa, sino cálida. Mitad sexo infantil, mitad ternura. Los novios de Celeste no pensaban lo mismo. Varias veces fui testigo de cómo la devoraban en un lugar muy conveniente para los “caldos”: el oscuro pasillo que conducía a la vecindad de don Loreto. Los caldos no eran sino lo fajes de los años setenta.
Celeste, pues, tocó a la puerta. Le abrí y me quedé mudo. Ella entró con los pechos por delante. Su pantalón ajustado dejaba ver toda su belleza. Quería que mi abuelita la inyectara. Taconeó frente a mi estúpida pubertad, se sentó en el sillón y cruzó las formidables piernas. Yo la veía como los niños de la época seguramente vieron a Tongolele: con una mirada vacuna.
Mi Mamá Guillitos apareció con una jeringa en una mano y un algodón en la otra. Me pidió que saliera de la sala. Alcancé a ver a Celeste bajándose el entallado pantalón. Desde la habitación que comunicaba a la sala caí en un inevitable voyeurismo. A través de las delgadas cortinas vi las nalgas brutales de Celeste. Una de ellas fue perforada por la aguja de la jeringa. La otra, fresca y serena, brillaba para mi morbosa mirada de niño pecador. El espectáculo terminó en unos segundos pero sigue vigente en mi memoria.
Ignoro qué fue de esa diosa que le dio sentido a mi primera infancia.