Mi tío Lucas —juro que así se llamaba— engañó a su mujer todos los días con todas las trabajadoras domésticas posibles. Eran su debilidad.
A la casa de mi abuela nunca dejó de ir a lo largo de los años. Pero no era por saludarla y platicar con ella. El motivo eran las chicas que le ayudaban a ésta en los temas domésticos. Y hablo en plural porque mi tío las hostigaba de tal forma que terminaba ahuyentándolas.
Era algo así como el terror de la colonia. No dejaba una viva. Su estrategia era la misma. Una vez que veía a su presa, la barría de arriba abajo. Le gustaban piernudas, de trenzas, de faldita voladora. A todas les decía “mi reina” o “mi reinita”. Ya que empezaba a entrar en confianza, le compraba un refresco o una torta. Si la chica respondía al galanteo, iba por su guitarra y le cantaba un corrido. Amaba los corridos. Luego pasaba a los boleros de Agustín Lara o del dueto Los Bribones. Cantaba bonito el tío Lucas, pero era muy encimoso. A la segunda canción empezaba a abrazar a su futura víctima.
Ya con la confianza ganada, la invitaba al cine. Para que su esposa no descubriera su infidelidad, usaba una gorra de petrolero y una chamarra. No abrazaba a la muchacha en la calle. Incluso caminaba por delante de ella para que si era sorprendido por alguna amistad tuviera una coartada. Ya en el cine, la llevaba hasta la última fila. Ahí se quitaba la gorra, la abrazaba y la agarraba a besos.
¿Cuántas víctimas tuvo a lo largo de su vida? Nadie lo sabe. ¿A cuántas embarazó? He ahí otro enigma. Lo cierto es que a su velorio fueron varias de las novias que tuvo en distintos momentos de su vida.
Nunca olvidaré el “era bien buena gente don Lucas” proferido por una novia acongojada a la que le regaló su guitarra.