Se llamaba Marcela y era la adolescente más guapa de la secundaria 76, cerca de la Viga, el Mercado de Mariscos clásico del antiguo Distrito Federal. Marcela era blanca —del color de la leche bronca—, llena de curvas, un poco pasada de peso, senos redondos, cadera firme, piernas hermosas. Sus minifaldas eran delirantes. El color guinda del uniforme le daba a su paso un matiz voluptuoso. Y aunque la dirección de la secundaria prohibía el bilet y el maquillaje, Marcela se pintaba los labios de rojo y se untaba unas ojeras que contrastaban muy bien con el color de la piel.
Todo iba bien en su vida hasta que todo empezó a ir muy mal.
Marcela era la adolescente más deseada en los ingenuos años setenta. Sólo competía con ella la lánguida Lilia, pero estudiaba en otra escuela. Lilia y Marcela llenaban nuestros sueños sin Dios, Patria y Ornato. Ahora mismo que escribo estas líneas lo hago temblando.
Quien llenaba los sueños de Marcela era Roberto, el modesto prefecto de la secundaria. Él tendría unos 20 años y era moreno-prieto, como las Suburban que tanto gustan a los políticos. Era padre de dos niños y su esposa tenía un hambre histórica. Vivían por los rumbos de la Candelaria de los Patos. Su salario apenas si les alcanzaba para mal comer.
¿Cómo es que Roberto se convirtió en el dueño de los sueños de Marcela? Nunca lo entendimos los estúpidos estudiantes de esa época. Sobre todo porque el papá de Marcela era un Caca Grande que trabajaba en la Cámara de Diputados al lado de un líder obrero que ya llevaba unos treinta años pasando de una curul a un escaño, y viceversa.
Descubrí el romance un lunes que teníamos deportes en la última hora. Es decir: de la 1 a la 1:50. Enfundada en unos shorts blancos pegados, Marcela pidió permiso para ir al baño en el mismo momento que yo lo hice. Cuando entré no había nadie. (Los baños de la secundaria 76 siempre estaban mojados, como si todos orináramos en el piso).
De pronto, alguien más ingresó. Eran Roberto y Marcela. Desde mi lugar estratégico vi una escena que me dejó mudo tres días. Roberto le bajó el short y la pantaleta roja, luego la besó. Le abrió la blusa y le quitó el brassier. Luego metió la lengua en esas espléndidas tetas. Ella se dejaba hacer todo con una fascinación en la mirada. Él sacó un pene flaco pero largo. Ella se hincó para tomar la hostia. Una tos nerviosa arruinó todo. Roberto, convertido nuevamente en prefecto, me dijo que me iba a reportar a la dirección por hacer cosas indecorosas y obscenas. Traté de defenderme. Estaba mudo. Técnicamente estuve mudo tres días seguidos. Muerto de angustia, escuché el salvoconducto que me ofreció Roberto: “No te voy a reportar, pero no le digas a nadie lo que viste”. Asentí con la cabeza. Cuando pasé junto a Marcela, ella me vio como se mira a un insecto.
Lo peor vino después, pero eso lo narraré mañana.