Puebla, hacia 2010.
Eran los años del marinismo.
En una larga mesa del restaurante Kampai —entre calamares rellenos de cangrejo, sushi, Sakana Furai y Gohan—, el rey del outsourcing departía con una docena de adolescentes.
Metido en su poder, escuchaba las gracejadas de los jóvenes pudientes con una sonrisa que lo decía todo.
Él, sin duda, pese a su pequeño tamaño, era el rey de la mesa.
(Un rey prietito, que, sin ese poder, habría pasado desapercibido).
Y ellos, los felices juniors, lo sabían.
Y así se lo hacían sentir.
Nacido en Oaxaca, en el seno de una familia humilde, el rey del outsourcing se convirtió en un hombre millonario gracias a una tenacidad envidiable.
Tenía todo lo que cualquiera hubiera soñado: nombre, poder y dinero.
Además, era amigo de políticos.
Los presidentes de la República lo habían invitado a su mesa en varias ocasiones.
Y qué decir de los gobernadores.
Todos querían estar con él.
Empezando por esos jóvenes de apellidos ilustres de la Puebla levítica.
Apellidos que viajan en Lamborghini y ven la hora en su Audemars Piguet.
Uno a uno los iba llamando.
Uno a uno corría para acomodarse a su lado izquierdo.
Los whiskies caros circulaban en esa escena de poder absoluto.
El vino blanco.
Alguna botella de champaña.
Las jóvenes debutantes miraban de soslayo, y con una envidia no disimulada, al receptor de tantos homenajes.
Él, modesto, triunfador, saboreaba su triunfo hablando bajo, lejos de la ostentación.
Eso sí: dueño de las miradas, de los suspiros y de los futuros de esos poblanos de cepa.
(Son tan de cepa que algunos estuvieron ligados al morenogalismo y viajan a todos lados en sus aviones Gulfstream o Hawker. Eso sí: ahora casi todos están casados. Eran hombres acostándose con hombres sin ser homosexuales).
Las novias de los juniors no capturaban tantos suspiros como el oriundo de Oaxaca.
Pese a sus espléndidos rostros y cuerpos, las novias sufrían cancelaciones cuando el rey del outsourcing les tronaba los dedos a sus jóvenes amados.
Uno de ellos, incluso, recibió un departamento amueblado en la mejor zona de Puebla, y una lujosa camioneta.
Al llegar el junior al piso regalado, cuentan, se encontró con un enorme oso de peluche de color rosa sobre la pasional cama.
(El color favorito de su gran dados: Sergio Castro).
Oh, sí: la Puebla fashion a todo lo que daba.
Hoy las cosas han cambiado.
Tras el anuncio oficial, hace algunos meses, de que la Fiscalía General de la República (FGR) y la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) van tras los negocios ilícitos de 150 factureros que emiten, valga la redundancia, facturas falsas, el nombre de Sergio Castro apareció en la prensa nacional como uno de los objetivos principales de la trama.
Van tras él con todo.
Igual que como irán por quienes hicieron formidables fortunas lucrando con esas facturas hechizas.
¿Quiénes eran los clientes principales de los factureros en Puebla?
Todos: gobiernos, empresas, prestadores de servicios, organismos públicos con personalidad jurídica y patrimonio propios…
(En otras palabras: los papás, los tíos, los protectores de esos mirreyes poblanos).
Todos compraban facturas como en un mercado de pulgas o como en el Gran Bazar de Estambul.
Se arremolinaban en torno de los factureros, les pedían por docena, les enviaban a sus contadores.
Fueron los héroes de la película hasta que llegó —en el caso poblano— el gobernador Miguel Barbosa Huerta.
Los días dorados se acabaron.
El caso de Sergio Castro es un ejemplo.
¿A qué sitio de la memoria se fue a vivir —por ejemplo— esa comilona en el Kampai?
¿A dónde se fueron los whiskies y el Sakana Furai?
¿En el TikTok de quién hay pistas de esta novela negra?
Qué historias, qué tramas, qué narrativas por venir.
Y todo esto, siempre, inevitablemente, nos lleva a esa gran frase del clásico:
Sigue la ruta del dinero, baby.