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jueves, noviembre 21, 2024

Mi tío Melchor (retrato de familia)

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En todas las fotos familiares aparece, indubitable, un tío mío.

En una foto añeja, amarillenta —un daguerrotipo, casi—, está mi tío Melchor: pequeño de estatura, moreno, calvo, de bigote a la Antonio Badú, mirada pícara, siempre de traje, reloj Calatrava de Patek Philippe, panzón, sonriente…

Todo eso era mi tío Melchor. Y un poco más. Completaban el cuadro: su esposa —prieta, alta, regordeta, gesto de señora de la colonia Unidad Modelo (Distrito Federal), blanqueada siempre por los polvos de arroz y el maquillaje—, y su única hija: alta, rubia, mirada de ensueño, flaca (lo que se dice), vestida de blanco, inevitablemente, como si viniera de jugar tenis.

Los tres hacían una familia adinerada para la época. Cuando menos en el mundo de los Vite Picasso —al que pertenecía mi entrañable abuela materna: Mamá Guillitos—, la familia de tío Melchor era la más rankeada.

Su casa era blanca, con un jardín que ahora veo pequeño pero que, en su momento, imaginaba enorme. Un jardín por el que se podía correr. Mi hermano Ofir y yo jugábamos ahí a ser Toro y el Llanero Solitario. La casa de mi tío era grande. O así la veía en ese tiempo. Muchas habitaciones, un bar —con mesa de billar—, una cocina (repleta de sartenes Vasconia) y dos baños. Esto último me parecía brutal: ¡dos baños! Yo era tan imberbe y tan estúpido que no entendía para qué una familia querría dos baños en una sola casa. En mis raptos de silencio, que eran muchos, imaginaba a mi tío Melchor y a su esposa sentados, cada uno, en su taza de baño, haciendo —faltaba más— sus necesidades fisiológicas. Ella, prieta, en un WC rosa, marca Helvex. Él, prieto, despatarrado en uno azul claro. La imagen, ufff, de la familia ideal.

Ya he platicado en otro espacio cuando mi tío Melchor se enteró, con tres días de atraso, que el presidente Kennedy había sido asesinado en Dallas, Texas. El 22 de noviembre de 1963, le dispararon. El 25 de noviembre, en Huauchinango, alguien buscó a mi tío en el teléfono de pared de mi Mamá Guillitos: el uno, siete siete. Él respondió pausado. Poco a poco fue subiendo la voz hasta gritar “¿cómo que le dispararon al presidente Kennedy?”. Todos nos sobresaltamos. (Yo tenía siete años de edad y no sabía quién diablos era el presidente Kennedy).

Mi tío Melchor colgó con la tez profundamente pálida —él, que era prieto como una mazorca prieta—, y nos anunció con los ojos desorbitados: ¡Acaban de dispararle al presidente Kennedy! (Todos nos quedamos viendo la escena sin saber qué decir y sin que los adultos dejaran de darle traguitos a un aguardiente de capulín denominado Acachul).

Él, tomó su botiquín. (Era médico general). Y le dio un trago a su vaso de Ron Batey hasta acabárselo. Tosió. (Fumaba como chacuaco). Y se marchó rumbo a la Ciudad de México. Durante décadas he tenido presente esa imagen: Mi tío Melchor saliendo entre tumbos de la casa de mi Mamá Guillitos —en la calle Corregidora—, subiendo a su Valiant verde oscuro y arrancando con la mirada perdida.

¿A dónde iría mi tío Melchor?, me pregunté esa noche. Meses después, lo imaginé llegando al aeropuerto de la Ciudad de México para abordar el primer vuelo a Dallas, Texas, y atender con prontitud al presidente Kennedy y a Jackie, su mujer.

Con los años supe que todo había sido una farsa, pues el presidente fue baleado tres días antes de que mi tío Melchor se enterara en la casa de mi Mamá Guillitos. ¿A qué jugó esa vez mi multicitado tío? No lo sabremos jamás, pero nos engañó a todos.

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