Tras años de abusos sexuales, Mario García Márquez —el papá de Lucero— quebró a sus hijas. No podía ser de otra manera. Les quitó el alma. Las dejó a la deriva.
Lucero, la mayor, se refugió en el departamento de su abuelita. En su adolescencia vivió nuevos abusos. Jorge, un caifán que andaba con una vecina suya, la tomó de putita una temporada y luego la tiró. La recogió Rolando, otro paria resentido con la vida. Éste la empezó a presumir ante sus amigos, la hacía beber y luego la desnudaba a los ojos de todos. Una noche, entre carcajadas, llegó al clímax: apagó un cigarrillo en el labio superior de Lucero. La marca se quedó para siempre.
Su tío Octavio también se formó en la fila de los abusadores. Alcohólico durante años, éste se ganó a su sobrina mediante chantajes sentimentales. Cada vez que podía, lloraba ante ella al tiempo de narrarle su larga vida de amarguras. Lucero se compadeció de él y se le entregó en un cuarto de azotea. De los golpes de Jorge y Rolando pasó a la supuesta ternura de Octavio.
Otro tipo, un sardo que andaba con su tía la enfermera, quiso violarla una noche. Se le acercó en silencio y cerró la puerta de la recámara. “Te voy a coger, mija”, murmuró. Ella, entre sueños, quiso gritar. El sardo se le metió en las sábanas al tiempo de tocarla por todas partes. “Te va a gustar, mamacita”, le dijo al oído. Y le tapó la boca. Varios minutos duró el forcejeo. Un grito de Lucero alertó a las trece personas que vivían ahí. Doña Lupita, su abuela, abrió la puerta y se le fue a golpes al agresor. La tía, indignada, le dijo a Lucero que era una puta, una buscona, y que quería quitarle a su marido. La corrió del departamento, pero doña Lupita impidió que se fuera.
Ya en la Normal de Maestros, un profesor de literatura se acostó con ella. Se llamaba Gustavo Adolfo Bécquer Pérez Palomino. Así le pusieron por el poeta español de las oscuras golondrinas. Uno o dos años anduvieron. Él la llevaba a un departamento de Tlatelolco y organizaba fiestas con otros amigos. A diferencia de Rolando, Bécquer (mejor dicho: Pérez) le leía sus horribles poemas, le daba alcohol y la seducía. Se quedaba dormido inevitablemente.
Lucero ya se jubiló de profesora, es abuela y no sabe explicarse en qué momento se rompió su vida. Las largas carcajadas que soltó en su adolescencia se perdieron para siempre. Los kilos llegaron a su cuerpo como las oscuras golondrinas del poema cursi. Su labio superior guarda aún el recuerdo que le dejó Rolando una madrugada de los años setenta.