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domingo, noviembre 24, 2024

El piloto que olía a humedad

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Era el tipo más triste del mundo. El más solitario. El más ausente. 

Había sido miembro del célebre Escuadrón 201 que combatió en la Segunda Guerra Mundial en Luzón, Filipinas. A veces vestía como piloto aviador y salía al Mercado de Jamaica a hacer sus compras. Era muy alto. ¿Cuánto medía? Casi dos metros. Alto y delgado. Blanco. Muy blanco. Sus piernas eran como las de Maximiliano de Habsburgo: deformes y flacas. (Así las describió Benito Juárez en la morgue queretana en la que pernoctó el cuerpo sin vida del emperador nacido en Austria). 

Vivía solo frente a los condominios Bancomer en los yo vivía con mis padres. Sus vecinas decían que su mujer desapareció una tarde de lluvia en la Ciudad de México de los nacientes años setenta. El Piloto —como todos le decían— lloró lágrimas de sal durante varios meses y se metió a su pequeño departamento sin hablar con nadie. Era un decir. En realidad hablaba solo. Un día que pasé a su lado descubrí que hablaba en inglés o alemán o francés. O una mezcla de jergas indefinible. Y no hablaba: musitaba, más bien. También detecté que olía a humedad.

—A eso huelen los robachicos —me advirtió mi mamá mirándome a los ojos. 

El Piloto andaba siempre metido en un largo abrigo —seguramente lleno de ácaros— y unos zapatos enormes y viejos. (Tendría unos sesenta años, pero en ese tiempo la gente grande se veía mayor). Una bufanda larga y sucia le servía para cubrir el cuello de avestruz. Un cuello largo y arrugado, lleno de venas. Un sombrero Tardán coronaba la calva que pocas veces dejaba ver. 

Cada vez que pasaba por la calle del Huarache Azteca, el Piloto platicaba con las Chenchas o las Comadres, o las Toñas. Dos expertas en cocinar los deliciosos huaraches con salsa verde que almorzábamos entre semana. A ellas les contaba sus historias de la Segunda Guerra Mundial. Y su febril imaginación no se detenía en minucias. Llegó a jurar que una tarde lluviosa entró a Berlín buscando a Hitler, pero no lo encontró. 

Dos hechos marcaron sus últimos días. 

Una noche, mientras jugábamos futbol en el pasto del condominio, el Piloto pasó por fuera acompañado de una mujer de vestido entallado que reía a carcajadas. Uno de mis amigos juró que la señora —muy parecida a Katy Jurado en “Nosotros los pobres”— era prostituta por la manera en la que movía sus enormes nalgas. Él la tomó del talle —muy a la Marlon Brando— y tarareó alguna pieza. Hoy supongo que algún swing de Benny Goodman o alguien así. Todos corrimos para ver parte de la fiesta. 

Por primera vez en años, las luces de su departamento se encendieron y de su vieja consola Stromberg Carlson salió, a todo volumen, “Patrulla americana”, con la orquesta de Glenn Miller. Los vi bailar a lo lejos, y algo dentro de mí se movió en señal de júbilo. Tantos años de vecindad cobraron su factura. Si el piloto era feliz, yo también lo era. 

No sé a qué hora terminó la fiesta. Ignoro si hubo sexo en la cama vacía. Hoy que escribo estas líneas deseo que así haya sido. 

Los días pasaron sin que nuestro piloto volviera a salir a la calle. Un día me lo encontré en la farmacia de la esquina. Tosía sin parar. Su regreso a casa fue tortuoso. Su tos era realmente enferma, tanto o más que su paso lento, ovejero. 

Nuevamente lo dejamos de ver. Y cuando ya todos lo habían olvidado, una señora le dijo a Armandina, la de la tienda, que el Piloto había muerto como pajarito en su departamento.

Los vecinos llamaron a la policía por el fétido olor que empezó a bañar el edificio. Alguien nos dijo que pasaron diez días para que alguien detectara que había muerto.

No puedo evitar una lágrima a la hora de ponerle punto final a esta historia. 

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