Los años setenta mexicanos fueron una extensión de los sesenta. Es decir: una extensión de nuestra inocencia colectiva. Todos éramos inocentes menos los presidentes y sus políticos. El eterno Fidel Velázquez no era inocente. Tampoco el presidente Echeverría. Mario Moya Palencia sí fue inocente, sobre todo cuando creyó en las palabras de Echeverría en el sentido de que él sería su sucesor.
La televisión de esa época era tan inocente como las Hermanitas Núñez cantando Reconciliación. O Benny Ibarra, el esposo de Julissa, mal imitando a Mick Jagger mientras cantaba “Diablo con vestido, con vestido / diablo con vestido azul”. Pero lo mejor era el inicio: un fraseo que envidiarían Ginsberg y los poetas beats: “Fifi, fafa, fofofó, / miren a la puerta ya llegó: / pelo largo y sin crepé, / lentes negros y botas de charol”.
Chabelo era inocente. O parecía serlo. Aunque un día chocó a bordo de una moto sobre la calle Juan A. Mateos y descubrimos su lado oscuro. Todos corrimos afuera cuando escuchamos un chirrido y un impacto. Vestido de negro absoluto —incluyendo los lentes—, el gran Chabelo iba en plan de chico malo a bordo de una Montesa Capra 125vb: una moto de campo muy fresa ayer, hoy y siempre. Al reconocerlo, nos fuimos encima de él: “¡Chabelo, Chabelo!”, le gritamos jubiloso. Con voz ronca, metálica, soltó un “¡quítense, hijos de la chingada!” que a varios nos lastimó.
Ese día, algunos perdimos diez centímetros de inocencia.
Con esa virginidad a cuestas íbamos a las tardeadas a ligar. Todas tenían algo en común: música de los Bee Gees, Bacardí adulterado con Coca-Cola tibia, niñas bien queriendo ser un poco malas, adolescentes estúpidos con barros y espinillas, una que otra mayor de 21 años queriendo pasar por menor de edad, y luces negras —estaban de moda— que dejaban ver la caspa en los suéteres oscuros. Bailábamos abrazados con las hermanas de nuestros amigos y les dábamos besitos en las orejas, hasta que al tercer Bacardí llegaban nuestros amigos —profundamente ebrios y celosos— , y se nos iban a los golpes. Ahí se acababa la amistad, los escarceos eróticos y las tardeadas. Nunca fue buena idea meterse con las hermanas de los amigos. Menos aún con las mamás, aunque algunas jugaban a ser las Mrs. Robinson de la película El Graduado. Hubo una señora que un día, en una tardeada, hizo que tuviera una polución con tan sólo tomarme la mano y frotarla.
A veces, a mis casi 66 años, todavía extraño la inocencia perdida de esa época, equivalente aldeano del mismísimo paraíso.