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martes, diciembre 3, 2024

El corazón de Sancho

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Sancho llegó hecho una piltrafa a las manos de Raúl Pino Velázquez. No era un digno hijo de sus padres —un cuarto de milla y una yegua árabe—. Su dueño lo había maltratado hasta el abuso durante cuatro años. Conoció la humillación, los castigos, la furia de los toros, el hambre de los becerros —le comían la crin y la cola en busca de yodo— y el fuete de su amo. Raúl entendió la mirada de Sancho —que en ese tiempo llevaba el ridículo nombre de Capricho— y le cambió la vida. De eso se trata entender una mirada: de cambiar la vida para bien. 

Sancho es hoy un caballo veinteañero —anda en los 18— y es un orgulloso semoviente de su amo. Y aunque seguramente en algún lugar de la memoria —¿tienen memoria los caballos?— aparece el infierno que vivió, hoy su vida es lo más parecido a un milagro. De eso se trata cambiar la vida de alguien: de promover milagros. 

Cada vez que Mariana —hija de Raúl y Ceci— prepara a Sancho, le hace unas trenzas que son la envidia de otros caballos. Sancho agradece el gesto con besos extraordinarios que a veces se convierten en mordidas cariñosas. De eso se tratan los milagros: de generar pequeños gestos de agradecimiento. 

Una noche después de una gran comida con Ceci y Raúl visité la habitación de Sancho. Qué cosa tan notable. Es un lugar para caballos que huele a una habitación limpia. Por ahí la paja, por allá el alimento, y al fondo, entre la oscuridad del sitio, el fabuloso cuello de este ejemplar de colección. Mientras Raúl me explicaba algunas cosas de Sancho, éste empezó a voltear muy lentamente. Sabía que hablábamos de él. Sabía que yo elogiaba su alto cuello y sus hermosas ancas. De pronto, sin decir nada, sus ojos emergieron de esa oscuridad dotada de divinidad. De eso se tratan los pequeños gestos de agradecimiento: de poner a circular las apariciones. 

Sancho me vio con una mirada humana —demasiado humana— y en dos minutos me narró su vida, aunque Raúl y Ceci Rodríguez ya me habían dado pormenores. Qué mesa tan luminosa es ésa en la que se habla de caballos como Sancho. No dudé en saber que estaba frente a un milagro de la vida metido en un ejemplar negro de tobillos blancos. Y es que Sancho es un roble a sus casi 70 años humanos. Un roble que da sombra. Un roble que da luz. Un roble que mantiene unida a la querida familia que forman Raúl, Ceci, Mariana y Sara. 

De eso se tratan las apariciones: del milagro de una amistad que emerge —en un instante mágico— para toda la vida. 

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