Hace algunas entregas de El Baúl, se reprodujo en Hipócrita Lector un texto de un poeta de Xochitlan de Vicente Suarez que gustó a un grupo de lectores.
Uno de mis más asiduos, Víctor Manuel Sernas, me envía una narrativa por demás llena de un gran contenido.
Su paisano Octavio Campa Bonilla, oriundo de Santiago Ixcuintla, Nayarit, vecino del aludido.
Octavio, con más de una treintena de publicaciones nos hace llegar una probada de lo que podemos leer en su larga trayectoria, que pasa por ser médico cirujano, de haber estudiado la Normal, con licenciatura en matemáticas y español, además de ser licenciado en teatro por la U de G y un largo etcétera. He aquí sus finas letras:
Agazapado detrás de un cerco de cardones, vide cuando la Pancha llegó con el cántaro a la cabeza.
Traiba como siempre la nagua ceñida al cuerpo, aquel cuerpo prieto de carne dura llena de deseos, que todas las tardes del último mes había vido con los ojos vidriados y resollando gordo.
– Tú ‘tas “embrujado” –me había dicho mi mama cuando empezó a notar que unas negras ojeras me iban creciendo, igual que el fogón que me ardía por dentro.
Todo empezó dende a mediados de julio. La tía Macrina, prima de mi tata Lorenzo, era una vieja de más de cien años, güena pa’ curar el “mal de ojo”, hacer limpias y sanar enfermos con yerbas, barro y otros brebajes que ella preparaba.
Esa mañana, iba p’al monte a echarle una güelta a la parcela cuando la voz de la tía Macrina me detuvo:
– Hijo, ven pa’ que me hagas un encargo.
– Usté dirá tía –dije, arrendando el paso.
– Don Juancho ‘tá muy malo del “maldiorín” y necesito un güen racimo de guámaras pa’ prepararle un remedio.
– Cómo no, tía. A la tarde que güelva se lo traigo –y seguí mi camino pa’ la milpa.
Ya era mediodía cuando hice una fogata pa’ calentar las gordas que mi mama me puso en la portavianda, y a luego que estuvieron calientes, a la sombra de un palo de haba me las comí con los últimos tragos de agua fresca que traiba en el bule.
Después de descansar un rato, juí a cumplir el encargo de la tía Macrina, y ya de regreso –como munchas veces lo hacía cuando se me acababa el agua de beber–, me encaminé al arroyo pa’ llenar el bule. No era cuestión más que de rodear el cerco de cardones. Redepente, oyí una risita ‘hogada y me paré en seco. Con mucho cuidado me asomé por entre los pitayos y aquí nomás vide a la Pancha Osuna, chapoteando en el arroyo, completamente bichi.
Enseguida comencé a resollar gordo, y en las manos y el cuerpo me empezó una tembladera. Jamás vide una mujer desnuda, sentía que la vista se me nublaba y las sienes y el corazón eran ínticos a un caballo desbocado.
La Pancha salió del agua y comenzó a secarse con un trapo blanco que parecía sábana. Luego, lentamente se jué vistiendo y se metió como pudo el pedazo de tela que como nagua le ceñía la cintura de avispa y los muslotes prietos y duros. Enseguida trenzó la sábana, se la puso en la cabeza, sobre ese molote sentó el cántaro lleno de agua y echó a caminar contoniando las caderas.
No sé cuánto tiempo tardé en reponerme de la impresión. Agarré la vereda ya pardiando la tarde, y mi mama, al verme llegar, me dijo:
– Quen sabe cómo te noto m’ijo. ¿No ‘tarás malo?
Sólo atiné a contestar:
– Me asolié muncho, y vengo muy cansado.
Luego luego me juí a acostar, y toda la nochi me la pasé soñando en la Pancha y en su risa fresca como llovizna.
De ahí p’al real, todos los días mi querencia jué el cerco de cardones, dende onde la miraba con miedo, angustia y deseo, llenar el cántaro, irse encuerando poco a poquito pa’ meterse en el agua y muy al rato, salir y secarse, y ya cambiada con la nagua ceñida y el cántaro en la cabeza, arrendarse pa’ su casa con aquel trote de mula nueva que tanto me gustaba.
Tantiaba que esto no podía seguir así, creiba que algo tenía que pasar pa’ que’l volcán que traiba en el pecho no acabara por incendiarme y mi mama me dió sin querer una salida cuando me dijo después de mirarme y mirarme:
– Tú ‘tas malo, casi ni pruebas bocado y no hay nochi que no te quejes y hables dormido. ¿Por qué no vas a ver a tu tía Macrina pa’ que te cure?
– ‘Ta bien -le dije– mañana en cuanto amanezca, voy a ir a verla.
Toda la nochi llovió y el cielo amaneció como espejo, limpio y despejado.
Después de beber café, me juí a buscar a la tía Macrina, a la que jallé trajinando en el fogón.
– Mira nomás, si pareces tildío –dijo al mirarme–, trais los ojos hundidos como calaca. ¿Luego, en qué pasos andas m’ijo?
– Lo mesmo dice mi mama, por eso me dijo que viniera a verla.
– Crioque la vuelta te va a salir di’oquis, tu mama debe
saber que’l mal que tú tráis, no lo cura ni la vieja Macrina.
Cuéntamelo todo, cuando menos te va a servir de descanso –dijo la anciana, con una sonrisa maliciosa.
Tartamudeando y con la vista gacha, sin dejar de mirar al suelo, le platiqué a mi tía todo lo que pasó dende aquel primer día en el arroyo y todos los demás que no jueron sino una dolorosa y feliz repetición del cuadro que me tenía robado el sueño.
– ¿Y qu’en es ella, si se puede saber?
– La Pancha Osuna -dije, con un hilo de voz.
– ¡Ah, jijos! –replicó–. Esa muchacha es muy créida y remilgosa. ¿Qué piensas hacer?
– Sepa la bola, no tengo ni idea.
La vieja me echó una mirada retadora y sentenció:
– No ai di otra, tienes que hablarle.
– Me va a mandar por un tubo.
– No li hace –insistió– mata más la duda que el desengaño. A los toros por los cuernos m’ijo.
Yo ya no respondí nada, me despedí de ella con el corazón chiquito y a punto de rompérseme. Guardaba la ilusión de que mi tía pudiera ayudarme, y sin darme cuenta, me dirigí al cerco de cardones, testigo mudo de mis solitarios desvelos.
Allí lloré como un chamaco mi anticipada derrota, y a la sombra de un capiro que crecía a la orilla del cerco, me quedé profundamente dormido, crioque por el llanto y las tantas desveladas.
Recordé sobresaltado con el ruido del agua y la risa cantarina de la Pancha, que igual que siempre, se bañaba como Diosito l’chó al mundo. Con los nervios más juertes que nunca, abandoné mi escondite, dispuesto a enfrentar aquella situación. Ella, al verme, salió del agua, agarró una piedra bien grande y se acercó hasta ‘onde yo me encontraba. Cuando la Pancha levantó la piedra, cerré los ojos, esperando lo pior, y al Ollir el chapoteo del peñascazo en el agua, los golví a abrir.
Ya pa’ntonces, la endina estaba sobre mí, como una gata en celo, acariciándome por todo el cuerpo, besándome y arrancándome con violencia la ropa, hasta dejarme encuerado como ella.
De pronto, soltó la risa, apretó su cuerpo contra el mío, y dijo, después de un largo suspiro:
– ¡Por fin te animates, tarugo!