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jueves, noviembre 21, 2024

Una estrella fugaz, duran las cosas…

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Al señor René lo conocí en el año 2010. 

Era un tipo simple, de aspecto desquebrajado. Parecía tener el carácter terco o complicado. Pero no para ese tiempo.  

Daba la impresión de que su pasado escondía más cosas que las que esconde un viejo desnudo detrás de su bata de baño. A decir verdad, eso fue lo que llamó mi primera atención.  

Todos éramos huéspedes en el hotel Callejero, en la calle Yanacocha, cerca del centro de La Paz, Bolivia. 

René, más que huésped, parecía el dueño del hotel. Vivía en la habitación número 20. La misma fecha que estas letras se desbordan. 

Yo viajaba con un colombiano y una argentina, con la que mi compañero y yo juntamos destino desde Copacabana. A la orilla de la Isla del Sol.  

Cocó, Juan y yo nos hospedamos en la habitación número 22. Y al conocer al señor René tuve una sensación de seguridad, pero al mismo tiempo de fragilidad por algún estereotipo incrustado. 

No es común ver a una persona mayor viviendo en un hotel y mucho menos verlo todos los días salir en bata de baño a la misma hora.  

Llevaría por lo menos medio año habitando el hostal. 

René solía jugar ajedrez en el patio, justo en la mesa donde el sol perecía cada tarde.  

Sentado, solo, o quizás con algún nuevo contrincante que se hospedara, parecía más amigable que cualquier rival. No había día que no practicara por horas.  

Cuando se presentó, también se presentó algo desconocido: Su actitud.  

Nos obsequiaba cualquier cosa, desde galletas, comida, refrescos, agua hasta lo que tuviera en sus manos. Las veces que nos veía nos regalaba algo.  

De primer momento su actitud nos causó gratitud. Pasando los días causaba gracia. En lo personal siempre me causó confort su comportamiento.  

Hasta que un día, Cocó argumentó que tantos detalles no eran normales, que ‘algo’ querría más allá de ser buenos contrincantes y compañía en las tardes soleadas de ajedrez. 

Yo le respondí con otra pregunta: 

¿Qué nunca te han regalado nada? 

Pero ella insistía que era sospechoso. 

Al contagiarme unas migajas de intriga, más adelante me contagió su miedo y empecé a sospechar.  

Ambas dijimos a Juan que no le recibiera más cosas. Él dijo: 

Ustedes no entienden. Yo pedí esto a una estrella fugaz durante la última noche en las montañas ecuatorianas.  

El colombiano nos explicó que pidió encontrar a alguien que le regalara lo que más necesitara durante su viaje.  

Una vez estableciendo una relación más estrecha con René, nos confesó que no trabajaba porque se encontraba vendiendo las reliquias de su fallecido padre.  

En pocas palabras: estaba gastando los ahorros de su última herencia. Pues no tenía más familiares. 

René confesó que tenía pretensiones de generar una empresa y que yo sería su diseñadora.  

R-1005-A sería el nombre. En ese momento pensé que estaba loco. Pero seguí el hilo de la conversación. 

A las semanas siguientes nos fuimos del hostal agradecidos por aquella amistad fugaz. No volvimos hasta después de 12 Lunas. 

Al pasar un año completo, volvimos al mismo hotel. La recepcionista nos dijo que René se había marchado hace dos meses. 

La noticia nos causó nostalgia, un sentimiento que solo se siente en los huesos.  

Pasando unos días, lo encontramos en la calle, sin nada, con el recuerdo de su herencia, con la plenitud en los zapatos y la alegría quién sabe dónde.  

No dudamos en invitarlo a comer pollo frito y patatas en un negocio cercano.  

Se había gastado todos sus ahorros. Había vendido todas las pinturas de colección de su difunto padre. Y, por si fuera poco, había vuelto a caer en los vicios.  

Pasando las semanas continuamos llevándole comida. Comprándole lo que le hiciera falta. Pues nuestro trabajo, para esos momentos estaba viento en popa.  

Aún recuerdo la segunda despedida. Tenía la forma cíclica del Tiempo andino. 

Una geometría sagrada sellada entre cantos, charangos, singani, comida y festín.  

Nos despidió en un callejón. Ya no viajábamos con Cocó “la argentina”. Ahora estábamos acompañados de una pareja de rolos de Bogotá. Cocó se había salido de nuestra ruta en Tiquipaya. Pero aun así cantamos las canciones callejeras de Buenos Aires.  

Ese día aprendí dos cosas. Que todos los ciclos se cierran. Aprendí qué significa la palabra ‘reciprocidad’ y que no es una elección consciente. Si no que es un momento que es cíclico y que llega cuando no lo esperas, pues no es acumulable.  

Dura lo mismo que el trayecto de una estrella fugaz.  

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