Recorrí los desiertos peruanos por días para llegar de Tumbes a Lima.
Recuerdo el tumulto, la primera pisada cruzando la frontera. El carisma del encargado de sellar mi pasaporte, las montañas de los Andes que me hacían dialogar en los mejores cuentos.
Un día de tantos, mi mente tenía como prefacio la siguiente frase: “Las montañas tienen guardados los secretos del ñandú”. Entre esas jornadas de viaje que duraban días, obligaba a mis ojos a mirar. Para mí, era una delicia esperar que llegara la noche en el autobús para asomarme a la ventana e imaginar siluetas bajo la luz de la Luna.
Todavía lo hago, es uno de mis secretos favoritos. Lo hice en el trayecto a Francia hace un par de meses y, entonces reconocí que revivía algo. Siempre supe que viajar en avión es muy distinto a hacerlo en carretera. Desde mi experiencia he atravesado más fronteras que ‘no lugares’ como los aeropuertos. Según Marc Augé, los ‘no lugares’ son espacios sin identidad, de tránsito fugaz y yo le llamo de ‘ficción profusa’.
No logro comprender cómo un cuerpo se puede adaptar abruptamente al clima de su destino en cuestión de horas.
La mochila me ha acompañado desde muy joven. A corta edad decidí dejar todo para vivir viajando. En 2009 fui a presentar la Publicación Colibrí a la IV Cumbre Continental de los Pueblos Indígenas del Abya Yala, regresé a México, fui a Colombia a otro congreso y tomé la ruta para llegar a Buenos Aires. El plan era estar ahí un año después para asistir a una serie de Congresos Indígenas que yo tenía calendarizado como adelanto de los próximos dos años.
Marqué en el mapa la ruta de los congresos indígenas y de los pueblos originarios. Fue una buena aventura que terminó por darme las bases de lo que ahora me dedico, que es compartir la realidad y la filosofía de los pueblos desde la vivencia en ellos.
Salté de Colombia a Ecuador, pasando por Cotacachi, Imbabura, Quinchuquí, Ibarra, Quito, Chawpipacha (la mitad del mundo) pintando mis pies con la pluma del cóndor detrás de su cueva, tomando agua de los manantiales y convirtiéndome en pájaro para poder beberla sin perderme entre las montañas.
Recorrí los Andes, comí ch’uñu e imaginé lo valioso del sabor a humedad y tierra mojada, una bocanada de historia. Pues esta papa nativa tiene el mismo proceso de elaboración desde hace ocho siglos. Originado por los pueblos aymaras y quechwas que viven en las regiones más altas de los Andes de Bolivia y Perú.
Los nativos de esta región me explicaron que esta papa era un símbolo de resistencia al clima y que se formaba en uno de los tantos pisos térmicos de los Andes, por eso el aspecto parecía dañado o similar a un hongo.
En ese contexto aprendí la importancia de las montañas para la cosmovisión andina. El ñandú es un descodificador de conocimiento. En la cultura guaraní el ñandú representa la transformación de los guerreros en aves. Y le da sentido a la existencia de este animal, el cual está tejido, pintado y tallado en las obras artísticas de los pueblos. Otro símbolo de resistencia.
No sé en qué momento las leyendas dejaron de ser importantes para la mayoría de las personas. Unos lo atribuyen a los procesos de colonización, donde se renombraron las cosas, las plantas, los animales. Otros creen que las leyendas son ficciones que deben exterminarse porque están asociadas con supersticiones o ritos paganos.
¿Qué será de nosotros sin viajes, sin leyendas?