(Primera parte)
La primera vez que escuché reguetón o algo parecido, fue en la primaria. La verdad me causaba intriga, viéndolo desde un punto de vista poco cotidiano que representaba mi formación en un sistema de Educación Alternativa; el fenómeno del reguetón para mí representaba una travesura aceptada socialmente. El dejar que sus hijas movieran el cuerpo de determinada manera y con tanto júbilo chocaba a mi vista y a mi cotidianidad. Lo dejé pasar.
Posteriormente, me dediqué a otras inquietudes y otra música: Clásica, reggae, rap, ska, pop. Pero poco pasaba por mi bagaje el reguetón. Ya en la universidad, en mi primera carrera y pretendiendo ser consejera universitaria de la BUAP. Mi interés tendría que ser distinto. Pues debía entender las necesidades sociales y festivas de la posmodernidad para comprender mis creencias académicas. Empecé a ir a reuniones universitarias donde lo único que se escuchaba y que exaltaba el éxtasis juvenil era el reguetón. ¿Quién no tiene recuerdos de esto? La verdad improvisaba para convivir y contener la ‘animicidad’ humana de mi contexto.
Siempre tuve objeciones hasta que, al finalizar mi carrera, y después de un viaje por América Latina conociendo los pueblos indígenas y sus cosmovisiones, decidí regresar a Puebla. Mi nuevo hogar estaba en un poblado suburbano en las afueras del Estado; llamado Tlaxcalancingo. Ahí no había buena señal de Internet y tenía que ir a un ciber a comunicarme con mi gente cercana.
Todos los días escuchaba una canción de J. Balvin que se metió en mi mente indiscretamente. El ritmo y la letra me parecía poco convencional dentro de mi bagaje cultural. Pero era perfectamente bien recibido por mi cuerpo y mente, quienes poco a poco se fueron apoderando de mí.
Después de la carrera universitaria curse un diplomado de Complejidad en la UNAM. Para ese entonces mi playlist ya tenía una mezcla extraña entre música clásica y reguetón.
Un día me sorprendió la ponente invitada al seminario que puso música clásica al iniciar y antes de presentarse, mientras esperábamos a los asistentes.
De buenas a primeras un señor mayor comentó, sin que nadie le preguntara; el buen gusto de la ponente al poner a Chopin de manera introductoria. La ponente, que, por cierto, estaba vestida de hindú siendo mexicana, dijo lo siguiente: ‘Que no te sorprenda porque ahorita les voy a poner reguetón’. Todos rieron enseguida y yo muda; reflexioné que esa mezcla se trataba de las dos variables de mi playlist y me dio pena mencionar semejante coincidencia.
Al empezar la presentación la doctora en estética del arte nos colocó un audio de un rapero improvisando con beatbox.
Al terminar preguntó que si alguien sabría describir lo que acabábamos de escuchar. Y como ya estaba estudiando lingüística mencioné que yo sí sabía. Al darme la palabra enfaticé sobre la capacidad fonética y el majestuoso uso del aparato fonador que una persona realizando freestyle puede tener. Dije que como base tenía el ritmo de los latidos del corazón y que posteriormente sumergía los sonidos de su aparato fonador para generar ritmos con ‘n’ cantidad de variaciones.
Acertó.
Y colocó un video de una tribu africana que tenían como ritual un beatbox comunitario para la cosecha y que ocupaban las partes del aparato fonador para generar música.
Después de una cátedra sobre ritmo y música nos planteó el origen primigenio del reguetón; el cual se rige por una vertiente del reggae llamado Dance hall.
Enfatizando en el contexto de este baile o música aprendimos que esta música radicaba en el guetto o los barrios suburbanos de República Dominicana.
Las niñas eran hipersexualizadas con movimientos bruscos que después Shakira y Beyoncé estilizarían para monetizarlo. ¡Sí! Monetizar una subcultura y monetizar los movimientos híper sexualizados de niñas en contextos conflictivos.
El diplomado terminó en una liberación espacial. Dónde acordaron que salir a perrear sería la mejor idea.
Para ese entonces, yo me había ido a Colombia y no pude asistir a su perreo académico y bien encaminado. Pero el baile choque de Colombia me generaba ventajas.
Poco a poco entendí que el reguetón representaba la música del futuro. Pese a quien le pese es una realidad infalible. El ritmo autóctono se apodera de nuestro entono. La capacidad posmoderna de sintetizar movimientos y deseos carnales sintetiza una realidad postmoderna y sencilla de ver la vida tan compleja y globalizada por la que atravesamos.
En la mayoría de las comunidades indígenas que he estado, los jóvenes escuchan reguetón. Pero ¿Qué hay de los regionalismos construidos desde nuestra identidad?
¿Cuál es la identidad globalizada? ¿Qué nos espera además de desacatos y arrebatos carnales? ¿Que sigue?… no quiero tener respuesta, pero sí dejarme llevar por este ritmo postmoderno que en algún momento regresará más allá del origen mismo.