La selva Amazónica es un bosque tropical que goza de ser reconocido como el más grande del mundo.
Hace años escuché referirse a esta porción de tierra como “el corazón del mundo”.
Nunca pensé que algún día conocería el mítico Amazonas. Había leído las descripciones de los frailes españoles y sus impresiones instantáneas al momento de describir su nuevo mundo.
Era 2010 y por alguna razón, el camino nos empujó a la selva amazónica.
Llegamos a Leticia, Colombia desde Pucallpa, Perú, en un barco de pasajeros nativos que embarcamos desde el Río Ucayali (uno de los brazos del Amazonas) hasta interceptar con el río más grande de América.
Por algunos días paramos en Iquitos, una auténtica selva de cemento donde el sonido de las motocicletas era más fuerte que la contaminación auditiva de algunos hormigueros humanos como Buenos Aires y la Ciudad del México.
Encontrándonos en Leticia y después de establecer algunas relaciones sociales con los pasajeros del gran barco, entre misioneros, nativos y maestros, logramos comprender donde estábamos parados.
Esas cosas que en los libros no se aprenden.
Leticia me pareció una ciudad casi como cualquier otra, con más militares de lo normal.
La fama de la guerrilla y el narcotráfico en esa zona es inminente.
El calor y la humedad son cómplices permanentes de la rutina. La ubicación inusual nos mantiene en una paradoja de espacio. Pues si das un paso hacia adelante estás en Brasil, si retrocedes ya es Colombia y si giras ahora estás en Perú.
Nos quedamos casi cuatro meses en esta pequeña y ruidosa ciudad.
Escapamos a selva virgen por semanas y descubrimos la inmensidad.
AMAZONAS
Te conocí flotando bajo los pasos fieles de una de tus desveladas lunas.
Me instigas a navegar con cocodrilos.
Te marchas recordándome la brisa, luego regresas con tu danza enmudecida que complace los rituales del Uirapurú.
Tiré mis gotas dulces al mar, para poder pertenecerte por un día.
Las semillas de tus frutos ciñen los rostros de mis ancestros, cincelados bajo el ritmo del río.
Mientras los frutos reverdecen, las venas abiertas encajan tus profundidades enmarañadas de habitantes semidesnudos y coloridos fugaces.
Tus entrañas son rojizos látigos enfurecidos, que zigzaguean con paciencia bajo mis palmas.
Adelanto…
Me complacen todas tus estampas.
Aleteos con destellos puros reposan y beben mis sudores moribundos, porque lasitud y serosidad me trajo a tu vientre.
El jaguar nos observa, Otorongo sobre el riachuelo, quieres bañarnos con tu humedad incomparable.
Oigo un ruido, un susurro…
Me recuerda a tus voces de constantes sancudos y escarabajos.
Hipnotizada mi piel se reconcilia en montañas, mientras la superficie atraganta mis pasos.
La anaconda se escurre cada vez más cerca.
Gobierno mis miradas con paciencia atesorada.
Se remueve un latido en la pupila, bajo el palpitar de los colores infinitos de tu tierra.
El barro que piso parece bailar.
Cálidos son tus sabores, cada vez que la mirada se eleva a tu altura inalcanzable.
De la lluvia… Los árboles la poseyeron completa.
Conmemoro a Tlaloc, quien invisible se pronuncia.
Arropándome bajo tu racimo que reverdece las leyendas.
Tatiana Bernaldez, Leticia, Putumayo, Colombia (2010)
Después de quince días navegando día y noche llegamos a Leticia, Colombia, la capital del Putumayo.