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miércoles, enero 15, 2025

Viajeros, turistas, migrantes. Movimiento perpetuo

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El año que ha terminado se recordará, entre otros acontecimientos, por la profundización de la crisis en el mundo debido a una condición ancestral de los homínidos: el nomadismo. Al igual que todos los organismos vivos, experimentamos la irrefrenable necesidad de movernos, so pena de terminar igual que los humanos de la película WALL–E. 

No es necesario recorrer grandes distancias, como solían hacer nuestros antepasados más remotos; nos conformamos con ir y venir de nuestro hogar a la oficina, al  mercado, a la feria, a practicar un deporte. ¿Deveras nos satisface esto? A algunos sí, son sedentarios; hay otros radicales de la inmovilidad, son una especie de luditas. Originalmente, los luditas fueron artesanos ingleses que llegaron a quemar máquinas, convirtiéndose en símbolo del odio irracional hacia la tecnología y el progreso. 

Profesan el “Nadie se mueva”, “no hagan olas”, “sean como san Benito”. Según cuenta san Gregorio Magno, Benito dejó sus estudios mundanos y se recluyó en un monasterio. “Scienter nescius, sapienter indoctus”, se dijo. Pretender saber cosas es vano, es más sabio permanecer ignorante. Al hacerlo, optó por otro tipo de conocimiento, según él. 

Un sedentario ortodoxo es, pues, un san Benito que ha elegido ignorar el mundo a sabiendas, convirtiéndose por voluntad propia en un indocto del horizonte que nos rodea, mientras trata afanosamente de volverse experto de la quietud y lo inefable. Algunos aducen que estamos en el siglo del internet, ¿para qué desplazarse, si se puede disfrutar de los confines del mundo desde una pantalla? Otros, por el contrario, cargan su oficina a cuestas, convirtiéndose en compulsivos seminómadas. 

La emoción del movimiento, de transitar sin destino, pero con un propósito, tiene su origen en el milenario placer estético de contar y fabricar herramientas. Sin matemáticas y tecnología este mundo sería un tormento. Incluso las hienas aprenden a distinguir su comida en trozos de pares y nones; y si bien no parece que tengan necesidad de desarrollar habilidades numéricas más complejas, sabemos que experimentan un goce estético innato. 

Ya los antiguos homínidos desarrollaron un sentido profundo de la emoción ligada al arte cuando se desplazaban con el objetivo, por ejemplo, de cazar bisontes, o bien, de hallar materias primas inéditas para pintar sus cuevas con nuevos colores. No es necesario quebrarse la cabeza si queremos suponer que, a su regreso, más de una y un miembros del grupo hubiesen informado sobre lo hecho y visto a través de un relato personal, esto es, de una proto ficción. 

La mezcla estaba hecha. Un poco de necesidad, otro tanto de curiosidad, una cucharada de emoción estética, una pizca de suspenso en el crisol de las matemáticas y la tecnología. ¿En qué momento preciso sucedió? No lo sabemos, pero conforme las sociedades se hicieron más complejas, mayor necesidad hubo de recurrir a las nacientes matemáticas e invención de técnicas y herramientas, mientras se gestaba un gusto estético por contar historias, alrededor de preguntas elementales. 

¿Cuántos somos? ¿Qué cantidad de alimento se requiere para mantener a todos? ¿Sabemos el número de los que pueden cazar?, ¿quién sabe diseñar y fabricar herramientas?, ¿y cocinar? Incluso, querrían descubrir cuán populosa es la tribu rival, entre otras cosas, para chismear y hacer cuentos sobre ella. 

Aparecieron así los viajeros nómadas y seminómadas que iban contando los incidentes de los que eran protagonistas y testigos; no solo se trataba de gente acomodada, sino también de artistas y comerciantes, por ejemplo, quienes aprendieron a disfrutar del viaje agregando a su meta el gusto de contemplar el atardecer en diferentes latitudes y altitudes. 

Uno de los primeros que se tiene memoria es el precoz e intrépido monje chino del siglo VII, Xuanzang, quien se dedicó a compartir el conocimiento precioso acumulado en un viaje por la India. Marchó a principios de la dinastía Tang, a pesar de la prohibición de su jerarca; al cabo de 17 años retornó, el mandatario reconoció su error y el viajero se convirtió en benefactor de su pueblo. 

Consecuencia de la necesidad de viajar fue el surgimiento de la industria del turismo, a la que se han acogido los seminómadas. Pero, ¿dónde tiene sus orígenes? Hay quienes piensan que Alejandro Magno debe ser considerado un viajero a quien le encantaba el turismo exótico; que Marco Polo no estaba detrás de los dineros derramados a lo largo de la Ruta de la Seda, más bien era un pata de perro obsesionado en dejar registro de sus andanzas. ¿Por qué culpar a Napoleón de ser un turista atrabancado, dominado por la sed de poder y la obsesión de demostrarle a Josefina su grandeza, cuando en realidad tenía un gusano en la cola que le impedía dejar de moverse y moverse? 

La mezcla preparada en los primeros días de los linajes homínidos se manifestó en estos ejemplos históricos. La necesidad de explorar, de triunfar en otras tierras; de sentir el placer de lo desconocido, aunado a la persecución por diversas razones o ninguna, simplemente por hacer daño, todo ello provocó destellos nómadas y encegueció a algunos sedentarios, quienes babeaban por imponer sus fronteras y sus aduanas. 

Hoy no queda nada por descubrir, ninguna tierra ignota para explorar, nada nuevo bajo el Sol. Aun así, todo desemboca en el viaje, aunque a veces resulte complicado desplazarse. Un turista depredador y un viajero peregrino difieren por su actitud en el camino y en su destino, pues si el mundo es un pastel, el primero querrá comérselo de un bocado porque cree que puede, mientras que el segundo tomará una rebanada discreta, pues sabe que, de otra forma, podría caer fulminado debido a un golpe de azúcar y, además, ya no habría nada que compartir, ni con nadie. 

Comparto con ustedes lo que un notable escritor mexicano, Jorge Aguilar Mora, me escribió en una tarjeta postal enviada desde Roma en 1983: 

“En efecto, esta Roma ya desapareció, pero queda otra, no tan fascinante, aunque de cualquier modo interesante. Estamos aquí desde hace unos días (él y su esposa, Rosario Ferré) después de viajar por América. En fin, turismo, turismo, turismo: ver, ver y ver. Uno (o yo) se cansa de mirar, y entonces cierro los ojos y escucho las chicharras con estruendo universal”. 

En 1990, mi amigo, el poeta y periodista Hermann Bellinghausen, nos pidió al talentoso fotógrafo Eniac Martínez y a mí un reportaje largo para la revista que él dirigía, México Indígena, sobre los connacionales que no querían o no podían renunciar a moverse, y habían tomado el camino del norte, desde Tijuana hasta Riverside, California. 

Fui testigo de la mezcla mencionada antes haciendo efervescencia en las mujeres y hombres poblanos, michoacanos, zacatecanos, potosinos, oaxaqueños, hidrocálidos, mexiquenses. Desde mi primer viaje a Nueva York, el año de 1973, comprobé la manera industriosa, decente, de proceder cotidianamente de los mexicanos que decidieron moverse, cosa que confirmé durante ese viaje con Eniac casi veinte años después, y sigue siendo así hasta nuestros días. 

En 1979 noté que en los delis (abreviatura de “delicias”, tiendas de comestibles finos) de Manhattan habían contratado muchachos poblanos. ¿Por qué?, le pregunté a un dueño. “Porque son confiables, trabajan bien”. En 2023 fui a cenar al restaurante grill de Robert de Niro; la galopina era una chica poblana, sumamente educada y agradable, discreta y atenta. Le pregunté al gerente sobre su experiencia con ella. “Inmejorable”, aseguró, “no la cambiaría por nada”. 

Los sedentarios a ultranza miran con sospecha cualquier movimiento que implique dejar el terruño para formar un hogar en otro sitio; los migrantes viven bajo la lupa del ludita, quien ve venir al inmigrante como un rival, una carga, una amenaza. Los familiares y parientes que despiden al emigrante cuando sale de su casa rezan y lloran, le desean suerte en su periplo, pues en el fondo de su corazón saben que un buen viajero recorre el camino inverso de san Benito, determinado a convertirse en docto de lo que nos rodea y experto de lo tangible. 

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