Es fácil comprender que la luz, el espacio, incluso el tiempo sean asuntos abordados por el arte a través de los siglos. Pero, ¿la gravedad? Como sabemos, se trata de un fenómeno enigmático, largamente debatido e investigado por los filósofos y físicos, que se cruza de una manera a veces insospechada con las artes visuales desde tiempo atrás.
La gravedad es una fuerza invisible; no parece responder a la acción de ninguna partícula, como el fotón, responsable de la luz, o como los quarks lo son de la masa, pero ahí está. Algunos suponen la existencia de un gravitón, pero hasta ahora nadie lo ha encontrado. Es tan poderosa la influencia de la gravedad en nuestro mundo que, a veces, se nos olvida que está ahí. Y no pasa inadvertida cuando vemos su efecto en la imaginación de los artistas a través del tiempo, tanto en su proceso de creación como en la forma de tratar sus asuntos.
Chispazos de inspiración premonitoria se dieron pocos años antes de que se descubriera la verdadera naturaleza de esta fuerza enigmática. No fue necesario que Galileo Galilei ponderara la acción gravitacional de la Tierra sobre los cuerpos para que los pintores dejaran de mostrar ángeles y querubines flotando, a excepción de los adeptos al rococó del siglo XVIII, quienes en su empeño por combatir la reforma de Lutero mantenían en el aire ángeles desafiantes de la gravedad.
Fue Isaac Newton quien encontró una ley de la gravitación universal, aunque no pudo resolver el misterio completo, pues en ese entonces era imposible demostrar que la Luna y la Tierra se afectaban mutuamente si lo que veíamos entre tales cuerpos celestes era un enorme vacío, la nada.
Con el tiempo se impuso la idea de un “éter” que se encargaba de transmitir la fuerza, la cual actuaba a distancia y de manera inmediata en todo el universo, al igual que sucede con la luz, que también se propaga por el “vacío”. Sin embargo, hacia fines del siglo XIX se demostró mediante un experimento que el éter no existe, pero que, como intuyó Newton, se trata de un campo de fuerzas en la que dicha acción a distancia es posible.
Édouard Manet comenzó a interpretar estas ideas en cuadros que, por otras razones, escandalizaron a la sociedad de su época. Por ejemplo, en La señorita Victorine vestida de espada (1863) y en La muerte de un toreador (1864) olvida viejos convencionalismos e invierte los términos: ¿Qué sucedería si la gravedad no fuese sino otra de las características esenciales e inestables, como la noción del tiempo y del espacio absolutos?
Manet pintó Cristo muerto rodeado de ángeles (1864) como si quisiera reforzar esta novedosa idea de concebir la gravedad. En dicho cuadro vemos un cuerpo musculoso, masivo, atado a la tierra, pero que, por la presencia de los ángeles, sabemos que está a punto de elevarse hacia el reino de los cielos, venciendo no solo la muerte, después de todo un mero accidente de la vida en la Tierra, sino algo más vasto y eterno: la susodicha gravedad. Con un dejo de ironía y burlando el sentido común, el Cristo de Manet nos ofrece indicios de una posible ascensión, mientras que el torero, quien también acaba de morir, flota con serenidad en el espacio.
Un contemporáneo de Manet fue Claude Monet, quien también expresó en sus cuadros ideas frescas sobre la masa, la densidad, la solidez de los cuerpos y objetos. Una de las características destacables al respecto es la casi total ausencia de límites entre las figuras que solía pintar y el espacio circundante. La luz, la ligereza, la levedad de ser y estar durante veinte años pintando el mismo motivo, un puente japonés en el jardín de su casa, localizada en el poblado de Giverny, cosa que Monet empezó a hacer en 1899, confluyen en su búsqueda de ingravidez.
Si bien fueron Manet y Monet quienes plantearon por primera vez el nuevo concepto de gravedad, Paul Cézanne fue quien comenzó a pintar explorando la interrelación de estos “indicios de realidad”, como son la masa, el espacio, la luz. Cézanne solía aleccionar a sus alumnos a que pintaran como si tuvieran las cosas en la mano, sopesándolas; no como si las estuvieran viendo a la distancia. Sus investigaciones lo llevaron a afirmar que las tres figuras básicas eran el cilindro, la esfera y el cono. A estudiosos del arte desde el punto de vista de la ciencia, como Leonard Shlain en su libro Arte y Física (1991), les resulta curioso que Cézanne haya dejado el cubo fuera de esta lista en forma deliberada, pues él mismo utilizó tal figura con frecuencia.
En su serie de cuadros pintados entre 1885 y 1906 sobre un cuerpo masivo por antonomasia, localizado en Aix-en-Provence, el monte Sainte Victoire, podemos observar cómo éste comienza a perder su rigidez y se desmaterializa; la roca volcánica interactúa con el espacio, de manera que también es afectado y su anterior volatilidad se convierte en algo denso como el engrudo. Cézanne comprime el espacio, lo retuerce, lo redimensiona para convertirlo en un factor recíproco de la masa que constituye la montaña.
Según la leyenda promovida por Voltaire, Newton descubrió las leyes de la gravedad debido a la caída de una manzana del árbol que la había visto crecer, tema recurrente en la obra de Cézanne, quien en Manzanas y bisquets (1882), como en muchas otras de sus naturalezas muertas, nos ofrece manzanas que deberían caer por acción de la gravedad, pero no lo hacen, poniendo así en tela de juicio la relación clásica entre los conceptos de masa y espacio treinta años antes de que los científicos se dieran cuenta de que tales conceptos debían de ser revisados.